“Pornográfico” pareciera ser un adjetivo adecuado para describir el espectáculo degradante en que se ha convertido recientemente la cosa pública –la política– en el Perú: lo obsceno, lo grotesco y lo fingido acaparan el desempeño mayoritario de los protagonistas. Y si bien lo pornográfico es supuestamente “para adultos”, en realidad suele atrapar más bien a los adolescentes.
Y, en cambio, lo que sí es intrínsecamente para adultos es la democracia. Porque, más allá de las reglas escritas en la Constitución y las leyes, los mecanismos de gestión delegada del poder, su limitación institucional y el rendimiento de cuentas que son consustanciales a esta forma de gobierno requieren un nivel de madurez mucho mayor que el de otros tipos de régimen.
En una reciente columna en “Gestión”, el economista Enzo Defilippi recordaba el famoso dictum –y libro– del intelectual y político Luis Alberto Sánchez: “Perú, país adolescente”. Yo mismo he especulado alguna vez sobre “Las edades del Perú” (27/3/21) y asumía, más bien, que nuestro país atraviesa una suerte de crisis de mediana edad. Pero luego me pregunté si nuestro país no se está acercando a su ocaso como entidad política unitaria. En “La decadencia del horizonte peruano” (8/10/22) no especulaba sobre un país ni adolescente ni en crisis de madurez, sino acaso uno decrépito.
Pero dejemos de lado la comprensible –y muchas veces ensayísticamente útil– tentación de antropomorfizar a nuestra comunidad política. La adultez psicológica que exige la democracia no solo aplica a la sociedad como conjunto, sino –y creo que con mayor razón– a los ciudadanos individuales, y en particular a quienes desempeñan un papel relevante en la toma de decisiones políticas, así como en los hechos y actos que los condicionan y gatillan.
En mi práctica de consejería estratégica, suelo preguntar cada cierto tiempo a mis clientes si –haciendo un esfuerzo de sinceramiento y autocrítica– creen estar actuando como adultos funcionales; si están actuando como tales también las personas relevantes de su entorno (‘stakeholders’); y, al margen de las dos respuestas anteriores, si están tratando a esas personas como se trata a los adultos funcionales (que viene a ser una manera práctica de exigirles serlo).
Simplificando un poco, creo que los seres humanos solemos debatirnos entre tres estados psicológicos: libertad con responsabilidad (‘ownership’), solo responsabilidad sin libertad (opresión) y solo libertad sin responsabilidad (actitud tiránica). Como es evidente, actuar y ser tratado como adulto exige ‘ownership’, que no equivale a “propiedad” en sentido económico-jurídico, sino que es un estado mental consistente en hacerse cargo de los actos propios y sus consecuencias, “adueñarse” plenamente de ellos. Y ese es el tipo de adultez que exige una democracia funcional.
El psicólogo canadiense Jordan Peterson –en su etapa anterior, más reflexiva y académica que su faceta actual de divulgador furioso– escribió un estupendo libro: “Mapas de sentidos”. Ahí describe tres tipos de actitud ante el conocimiento: la del héroe viajero (explorador), la del fascista (que cree que todo está resuelto, y no hay innovación, mucho menos cuestionamiento posible) y la del decadente (que carece de cualquier parámetro moral).
En la actual confrontación política –porque a eso hemos llegado: a una abierta confrontación–, requerimos que los agentes relevantes, los protagonistas de nuestra fallida democracia, actúen como adultos funcionales, con ‘ownership’. Como héroes viajeros (en el sentido del mito del viaje del héroe). Como exploradores libres y, sobre todo, responsables. No como fascistas, no como decadentes (podridos, los llamaría Basadre), no como tiranos ni como oprimidos. Parte de por qué no nos estamos encaminando a una solución a la actual crisis, en mi opinión, tiene que ver con que las partes ni se comportan como adultos ni tratan como adultos a sus contrapartes. Las opciones no pueden ser o balear a la mala o infantilizar hasta la inimputabilidad a los manifestantes tratando de justificar o explicar condescendientemente la violencia. A un adulto se lo detiene y condena cuando comete un delito. No se le mata ni se lo apapacha.
Tampoco se puede avanzar mucho si los congresistas no asumen ‘ownership’ –propiedad psicológica– de su deber de encontrar una solución al entrampamiento. Querer prevalecer en la discusión solo por prevalecer, sin contribuir a una solución efectiva, no es por cierto una actitud adulta.