Julio Velarde ha recordado en Davos que el inicio de la decadencia política reciente podría datar de aquella escaramuza que enfrentó a la derecha liberal de PPK con la derecha populista de Keiko Fujimori en el 2016. De esa guerra fratricida de mandones del Perú contemporáneo habría surgido este agobio irrecuperable de fracasar colectivamente y sumergirnos en crisis políticas inacabables.
Velarde acierta por varias razones, pero fundamentalmente porque desde aquella pelea el sistema de representación política no ha podido regenerarse. Se instaló el halo de que todo era inevitablemente volátil y prescindible. Que nada debía permanecer más que el malestar y la impopularidad. Se instaló la paradoja de que las elecciones no tenían casi ningún efecto para los ciudadanos y eso –como lo ha recordado en varias ocasiones Adam Przeworski– es muy peligroso porque las elecciones son el único mecanismo a través del que las sociedades modernas manejan sus conflictos. O al menos eso creíamos.
Cuando las elecciones no importan, nos devolvemos al estado de naturaleza salvaje donde lo que prima es el ejercicio de la fuerza. No es que el país que existía antes del 2016 haya sido un paraíso terrenal, pero al menos tenía una inercia. Desde entonces el ejercicio de la política en el Perú es una timba que ha devenido en un deterioro democrático cada vez más sistemático.
Lo único cierto es que la población está más molesta que hace unos años, es cada vez más pobre y siente que el país no tiene un futuro con el que comprometerse. Quizá las elecciones peruanas sean solo más bien un plebiscito contra el sistema político, pero ya no le cambian la vida a nadie, por lo menos desde ese zarandeo de cabellos entre la derecha liberal y la derecha populista peruana. Lo tuvieron todo y abdicaron de su papel histórico.
Pero ¿hasta cuándo?, ¿habremos visto lo peor? Nada nos hace pensar que lo peor ya haya pasado. El ‘establishment’ peruano cree que no podría ocurrir algo peor que el gobierno de Pedro Castillo y que lo auténticamente heroico era reconquistar el Perú, sin importar el costo político, y que el país se curaría por sí mismo. Lo único que se ha conseguido al apoyar la continuidad del régimen de Dina Boluarte es que cualquier escenario de elecciones pase nuevamente por un plebiscito contra el sistema político y la elección de un presidente débil e impopular, con un mandato incapaz de transmitir algún tipo de certeza en el mediano plazo.
La tragedia del Perú es que se ha convertido en un país peligrosamente ingobernable. Por muchos años hemos creído que la ingobernabilidad del Perú era una idea resistida por la clase política peruana, pero qué sucede si a cierta parte de la dirigencia política peruana le sale a cuenta la ingobernabilidad. Es decir, qué sucede si los actores políticos, conscientes de su impopularidad, ya no funcionan bajo los estímulos electorales del sistema democrático, sino que funcionan bajo los estímulos de una economía política de la ilegalidad y la inestabilidad. Políticos que aprovechan el caos institucional y social para tender sus infinitas redes de negocios ilegales, de pactos con organizaciones criminales para que operen aprovechando la inestabilidad del país, la debilidad y la corrupción al interior de su policía, y la ausencia de controles fiscales y judiciales.
Algunos actores políticos se esfuerzan en encontrar salidas democráticas que, aunque suenen utópicas, son reflejos de resistencia en el sistema político peruano inundado de insignificancia. Se los critica con acritud y se les acusa de ingenuos. Pero quienes prefieren la inamovilidad son otros, callan, prefieren el silencio y gobernar sobreviviendo a la impopularidad, pues sus intereses están más puestos en que se siembre el desconcierto y la ingobernabilidad.
Aquel 2016 no solo marcó el inicio del nuevo ciclo de decadencia política peruana, también parió una nueva forma de hacer política. Políticos que renunciaron a hacer política, para ahora solo sobrevivir a la impopularidad con tal de que el país fuera un terreno fértil para que sus negocios supervivieran. La pregunta no es hasta cuándo durará la crisis, sino hasta cuándo los actores políticos peruanos parasitarios podrán mantener al país en crisis. Al Perú se le comienza a poner cara de un Ecuador poscorreísta terrorífica, y cuando quiera detener al crimen organizado será imposible, porque lo habrá infiltrado todo, estará en gobiernos locales, regionales, en fiscalías y policía. A muchos políticos, detrás de las paredes, el desgobierno les sale a cuenta.