En los años recientes y con involuntaria ironía, los peruanos hemos corregido al diccionario de la Real Academia Española (DRAE). Ahí se define la palabra ‘tramitología’ como ‘arte o ciencia de resolver, perfeccionar o facilitar los trámites’, cambiándola por su antónimo: arte de enredar, multiplicar y obstaculizar los trámites.
Mientras creíamos haber liberalizado la economía, facilitado la inversión privada nacional y extranjera, y retirado al Estado del aparato productivo, lo que en realidad hemos hecho es dificultar la inversión, crear barreras a la iniciativa. Desde el 2001, las más de una decena de acciones gubernamentales para simplificar trámites con rimbombantes nombres –como la Ley del Proceso Administrativo General, la Mesa Nacional de Simplificación de Trámites Municipales para Empresas (Intermesa), el Plan Nacional de Simplificación de Trámites Municipales para Empresas (Tramifácil), el Plan Nacional de Simplificación Administrativa 2013-2016– han servido de poco o nada. La impermeable burocracia no ha cejado en su intento de convertir al Perú en una república del permiso, muy similar al reino de las reglas y licencias (‘permit raj’ o ‘licence raj’) que llevó a la India al increíble atraso del que hoy trata de sacudirse.
Sin embargo, en su intento de ahogar nuestra proverbial iniciativa y laboriosidad, los creadores de la maraña de permisos y trámites subestimaron el ingenio peruano que ha optado por ignorar a ellos y sus reglas y volcarse resueltamente a la informalidad. El país tiene al 72% de los trabajadores laborando en empresas pequeñísimas, en su inmensa mayoría informales. Las medianas empresas (de 10 a 50 trabajadores) forman una categoría en extinción y solo emplean al 7% de los trabajadores, pues no se pueden dar el lujo de dedicar una quinta parte de su fuerza laboral a cumplir con los trámites. El restante 21% de trabajadores es empleado por la gran empresa, la cual está más dotada para sortear las barreras que el Estado le pone para “estar en regla”. Por supuesto que el costo económico y social de esta situación es enorme, basta indicar que la productividad de las grandes empresas es 7,5 veces mayor que la de las empresas pequeñas (de uno a diez trabajadores).
Entremos a mayores detalles de los daños que el Estado inflige a la economía con su incompetencia y gruesa ignorancia de la realidad. Aquí algunos ejemplos.
Del total de la inversión nacional, aproximadamente el 75% es realizada por el sector privado. Aquí están, por un lado, la minería, la industria, la electricidad, el gas, etc., y, por el otro, la construcción de viviendas, en su mayor parte en la modalidad de autoconstrucción. El otro 25% lo comprende la obra pública propiamente dicha y aquella que realiza con el sector privado (APP). A excepción de la autoconstrucción hecha de manera peligrosamente empírica, el resto de proyectos tiene que pasar por un sinfín de aprobaciones administradas separadamente por muchas entidades y en distintos niveles de gobierno. Empieza aquí el vía crucis de la consulta previa, los EIA del Ministerio del Ambiente con sus políticas arbitrarias, los estudios de tráfico, las opacas reglas de defensa civil, los plazos indeterminados y contaminados por la corrupción, los certificados de inexistencia de restos arqueológicos y, por supuesto, los imprescindibles permisos estructurales sanitarios, eléctricos (estos sí de mayor predictibilidad gracias a la participación de los colegios profesionales). En caso de estar cerca del mar o de un río deben también sortearse los trámites impuestos por la Marina o la Autoridad Nacional del Agua (ANA). Las edificaciones masivas de vivienda social deben confrontar los problemas de escasez de terrenos debido al desinterés estatal por programas de habilitación urbana, lo que deja el libre accionar a los traficantes de terrenos.
Caso aparte es el de las APP, en que el Ministerio de Economía y Finanzas presenta una traba casi insalvable al mezclar sus asuntos presupuestales con otras consideraciones de factibilidad que no le competen. Súmense a todo esto la lentitud de los procesos de expropiaciones y las famosas adendas, en que cada funcionario participante tiene sobre sí la espada de Damocles de la contraloría. Por último, están las licitaciones públicas que carecen de estudios de ingeniería y que se otorgan con reglamentos sin precalificación técnica y en que la subjetividad es la regla general, recurriendo en muchos casos a organismos internacionales en los que campea la arbitrariedad.
Bien decía el profesor Rudiger Dornbusch en el Instituto Tecnológico de Massachusetts que aquello que diferencia a los países que progresan de aquellos que permanecen en el atraso es que en los primeros existen pocas reglas simples de cumplimiento estricto, mientras que los segundos se rigen por una multitud de complicadas reglas de cumplimiento flexible.