En medio del vértigo y volatilidad de la perversa política cotidiana, propongo detenernos un momento y prestar atención a algunos de los símbolos patrios, de cuya reinterpretación se discutió –me refiero a la bandera enlutada– esta semana.
Pienso, por ejemplo, en nuestro bellísimo escudo adornado con los tres reinos naturales, el himno (en sus dos versiones) o incluso las dos cartas que envió José Faustino Sánchez Carrión a la Sociedad de Patriótica de Lima (1822) con motivo de la discusión, propiciada por Bernardo Monteagudo, a favor de la monarquía. Del escudo, rescato la idea de una república mirando a la naturaleza para, desde ahí, posicionar solidariamente al árbol de la quina, cuyo fruto era imprescindible en la lucha mundial contra la mortífera malaria. Del “Somos libres”, me quedo con esa terca apuesta por una libertad, obviamente política, cuya consecución contemplaba incluso el trastocamiento (“antes niegue sus luces el sol”) del orden universal. Del himno “La Chicha”, compuesto también por la dupla del “Somos Libres” y estrenado un año antes, cabe recordar que obtuvo la inmediata aprobación de los sectores populares. Mediante su mención a la famosa bebida espirituosa, pero también al chupe, al quesillo, al locro amarillo, al ceviche y a la jalea de ají. “La Chicha” apuntó a una identidad unificadora. En ese contexto, la patria fue percibida como un lugar de abundancia, una mesa compartida, en la que de la comida-comunión a la solidaridad no existía sino ese paso que, luego de la independencia, los celebrantes intuyeron cómo posible.
Atrás quedaba, al menos en teoría, ese mundo de señores, vasallos, intrigas, servilismo y pretensiones desmesuradas al que aludió Sánchez Carrión con desdén en sus dos cartas enviadas para definir el contenido conceptual del republicanismo peruano. Cartas en las que, además, criticó los usos y costumbres cortesanos que dominaban la ciudad de Lima, para plantear en su lugar una república basada en la justicia, el mérito, el balance de poderes y la búsqueda del bien común. Ciertamente, desde un primer momento, la república que nació con esclavitud, pero con libertad de vientres, fue percibida como una institución política y también como una sociabilidad distinta en la que los privilegios debían desaparecer porque destruían el sentido de lo público. Aquí cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿cómo fue que la república que estuvo precedida por la Ilustración más notable de América Hispana, con una primera representación en la que destacó José Gregorio Paredes –el médico, matemático y astrónomo que posicionó al árbol de la quina en el ámbito de la medicina internacional y además criticó la preeminencia de las actividades extractivas sobre la “industria nacional”– derivó en la ‘republiqueta’ de Digna Calle? Una “congresista-reina” que se permite votar, entre compra y compra y refrescantes chapuzones piscineros, desde su residencia en Miami. Porque si esa “representación” de Lima ‘in absentia’ no es prueba contundente del “vaciamiento democrático”, al que se refiere Alberto Vergara, me pregunto qué más debe vaciar la congresista Calle. Un caso vergonzoso al que habría que añadir a los “mocha sueldos” disponiendo del producto del trabajo ajeno o a “Los Niños” convocados por el expresidente Castillo, hoy recluido en el penal de Barbadillo, para avalar su desfalco del Estado mientras pervertía la representación nacional. El trastocamiento del equilibrio de poderes, el dispendio de los fondos públicos y la sinvergüencería desbocada –porque lo que importa es el interés propio y no del Perú– definen un sistema político en el que incluso la cuestionada presidenta ha recibido el privilegio, por parte del Congreso –aunque aún falta ratificar en segunda votación–, de gobernarnos a control remoto.
A propósito de los 300 años del nacimiento de Adam Smith, padre del liberalismo, se ha reabierto la discusión respecto a su modelo no solo económico, sino político e incluso ético. Para Smith, en cualquier tipo de sociedad el poder debería dispersarse de tal manera que el detentado por cada uno mantuviera a raya al ajeno. Respecto al peligro de la concentración del poder hizo referencia Sánchez Carrión en uno de sus escritos cuando comparó al sistema político, vislumbrado para el Perú, con una suerte de sistema planetario en el que los pesos y contra pesos evitaban la colisión. Branko Milanovic opina que, en un mundo de mercantilización extrema y relaciones jerárquicas, esa opción ya no es posible. Y es “la grisura moral” y no la ética, que Smith defendió, la que todo lo domina. Sin consideración moral alguna, la línea entre lo público y lo privado ha desaparecido. ¿Será posible reestablecerla y resignificar la república? Espero que sí.
Comparto la charla Lima: ciudad trampa y crisol que sostuve al respecto con Cesar Azabache