En el Perú nos pasamos preguntando todo el tiempo cuál es el principal problema del país: si la inseguridad ha vuelto a reemplazar a la corrupción o si la impunidad ha terminado por subordinar a ambas.
Nos pasamos también todo el tiempo recordando qué odiar más: si al aprismo, si al fujimorismo, si al caviarismo o a cuanto nuevo elemento adverso tengamos al frente.
De tanto diagnosticar los problemas del país, descubrimos que no tenemos una agenda nacional que pensar, fijar y seguir.
De tanto recordar nuestros odios, descubrimos que nuestra pobre memoria no nos permite ni siquiera enumerar los tres mayores escándalos políticos del último mes.
Con nuestros diagnósticos que no dan más y nuestra memoria restringida a asuntos de entrañas, no nos queda sino marchar en intensa y permanente regresión.
Entre finales del siglo XX y corriendo las primeras décadas del XXI, tuvimos dos grandes agendas nacionales contrapuestas en sus resultados: pudimos combatir exitosamente el terrorismo y la hiperinflación durante el régimen de Alberto Fujimori, pero no la estructural corrupción heredada de este. Los gobiernos de Alejandro Toledo y Pedro Castillo, pasando por los de Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra, todos ellos abanderados de ‘colosal moral personal’, la convertirían en lo que es hoy: un monstruo de mil cabezas, rodeado de una indestructible impunidad.
Pese a ello, es tal el desbalance en el juzgamiento colectivo de los aciertos y errores de los gobernantes que la satanización de estos siempre va por encima de sus reconocimientos. Una demostración de que nuestro sistema presidencialista no tiene reservas que exhibir. Los exmandatarios terminan generalmente desprestigiados, autoexiliados, camino a la cárcel o, lo que es peor, con riesgo de volver a esta, como Fujimori, indultado por segunda vez.
Estoy seguro de que la presidenta Dina Boluarte maneja una agenda de gobierno seria y ordenada, según la que debemos llegar sin aprietos ni turbulencias al 2026, y según la que cuidará de no tropezar dos veces con la misma piedra: el partido Perú Libre, el más destructivo caballo de Troya que haya penetrado en la democracia peruana y en el Gobierno, desde su inscripción en el Jurado Nacional de Elecciones.
Doy por descontado que todos los demás altos dignatarios del Estado manejan igualmente sus agendas sectoriales seriamente y en orden. El problema es que el Perú, como nación, como Estado, no tiene hoy en día una agenda nacional. No sabe qué quiere ni qué gran objetivo persigue concretamente. Nadie intenta proponerla porque nadie intenta construir diálogos, acuerdos y consensos. Claro que no faltan hojas de ruta bien intencionadas como las que promueve el primer ministro Alberto Otárola, pero sobre muros infranqueables de polarización política e ideológica.
La memoria de los peruanos, estén o no en la política, se ha vuelto frágil. Casi no existe como tejido sano y noble de identidad y reconocimiento de lo que somos y de lo que los demás son para nosotros.
Hemos perdido el respeto por el otro, con lo que hemos perdido nuestra mayor base de entendimiento humano, social y político.
Quizás por carecer de una agenda nacional (qué hacer y a dónde ir) y de fresca memoria colectiva (quiénes somos y qué papel jugamos) perdemos cada cierto tiempo la democracia o enfrentamos el riesgo de perderla, como ahora, cuando a causa de lo mismo estamos perdiendo la justicia, cada vez más anárquica por dentro y negociable por fuera.
Al Perú no solo le hace una profunda falta una agenda nacional por la que jugarse entero. Le hace una profunda falta también, como me lo dijera alguien que conoce tan bien el aparato público por dentro, reglas de juego claras, respetables y ejecutables. Reglas que conecten al Estado y al funcionario con los usuarios de sus servicios en un mutuo compromiso con el cumplimiento de la ley. Reglas que encarnen sanciones objetivas, justas e irrebatibles, similares o mayores a la pena por una transgresión de la luz roja de semáforo, que podría causar más de una muerte.
¿No debería el Estado tratar a los ciudadanos como clientes suyos a los que les debe brindar servicios eficientes, de calidad y plenamente satisfactorios? Y, siendo todos iguales ante la ley, ¿acaso los órganos de justicia no debieran tratar a los ciudadanos sin mirarlos por encima del hombro a la hora en que los investigan y los juzgan? Los odios y animadversiones que abrigan muchos jueces y fiscales contra sus imputados, incluso exponiendo a la luz pública las reservas de sus casos, acaban atropellando de la peor manera principios fundamentales como la presunción de inocencia, el debido proceso y la defensa de la dignidad humana.
Al advertir que el país no tiene agenda ni memoria ni reglas que aseguren su derrotero, lo que queremos decir es que podríamos quedarnos definitivamente sin historia y sin rumbo, es decir, sin sentido de presente y futuro.