"Miro a nuestra fragmentación y me pregunto cuáles serán los propósitos comunes que nos unirán y permitirán salir adelante" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Miro a nuestra fragmentación y me pregunto cuáles serán los propósitos comunes que nos unirán y permitirán salir adelante" (Ilustración: Giovanni Tazza).
Javier Díaz-Albertini

Yo nací en . Mi madre y padre son cubanos. Tuvimos que dejar nuestro hogar porque pendía una orden de detención sobre Ricardo, mi padre. Era de la misma promoción que Fidel Castro en el colegio de los jesuitas. Al llegar al poder, le ofreció que fuera director de la marina mercante. Él no aceptó, y todo rechazo era considerado contrarrevolucionario.

A los 31 años, en 1959, se aventuró con Myriam –mi madre– a comenzar una nueva vida con sus seis hijos en Estados Unidos. Tuvimos la tremenda suerte de que era un matrimonio adelantado a sus tiempos, una clase media muy cosmopolita, lo cual significó que nuestro exilio no fuera tan difícil en términos económicos. Esta seguridad permitió que nos convirtiéramos en primer refugio de tantos parientes que emigraron durante los 60. En un momento dado, nuestra casa en Larchmont, Nueva York, llegó a alojar a veinte personas, incluyendo a mis abuelos paternos, tíos y primos. Aún hoy en día, cuando me encuentro con ellos, siguen profundamente agradecidos.

Los negocios de mi padre nos llevaron luego a . A los doce años ya había asistido a cinco colegios, en tres países diferentes, cuyos himnos tuve que memorizar y entonar en las asambleas escolares. El desarraigo se convirtió en una constante, aprendí a no aferrarme mucho a la gente, los paisajes, sabores y dejos. Solo lloré el primer destierro, a los seis años, cuando mi madre nos anunció que no regresaríamos a Cuba.

Hasta que llegamos al .

Venimos porque mi padre fue contratado para introducir la primera tarjeta de crédito del país. He analizado varias veces qué factores me aferraron a esta tierra, algo que no ocurrió con el resto de mi familia que salió disparada durante el gobierno de Velasco. Sin duda, el colegio tuvo un papel destacado. A pesar de llegar en tercero de secundaria, rápidamente fui acogido por un grupo selecto de generosos amigos. Lima aún era una ciudad íntima, así que pasábamos el tiempo visitándonos en nuestras casas o en la esquina con la collera, haciendo “auto-stop” para acampar en la playa, compartiendo discos y libros, comentando las películas del cine-club. Nunca antes había sentido que pertenecía.

Además, tuve la suerte de ser formado por jesuitas progresistas que alentaron el conocimiento crítico del país y la urgencia de combatir injusticias. Conocí más las barriadas de y que La Herradura y Machu Picchu. Fue así como consolidé mi compromiso con un país complejo y difícil.

El amor profundizó mi enraizamiento. A pesar de las ausencias durante mis estudios universitarios en el extranjero, el romance a larga distancia me enseñó a ser paciente y añorar el retorno al terruño que ya no solo era mío, sino compartido como proyecto de vida con la que sería mi esposa. Este anclaje me hizo desistir emigrar a Estados Unidos, no obstante, la violencia y crisis económica que vivíamos en los 80 y 90.

Tengo mucha gratitud a este hermoso país. Me ha dado la dicha de ser padre de dos hijos blanquirrojos, a los cuales he inculcado que se hace patria día a día, siendo honestos, trabajadores, cumplidores de normas, solidarios y comprometidos. Como catedrático he transmitido a miles de alumnos la esencial importancia de jamás rendirse ante nuestros problemas y a buscar –mediante la lucha y el diálogo– mejorar las condiciones de nuestra convivencia. Mis investigaciones versan sobre algunos de los nudos críticos de nuestra realidad, pero siempre ofreciendo alternativas de solución.

Ya han pasado más de 50 años (¡una cuarta parte del bicentenario!). Miro a nuestra fragmentación y me pregunto cuáles serán los propósitos comunes que nos unirán y permitirán salir adelante. En tiempos de crisis económica nos unió la supervivencia, más adelante el terror ante la violencia política y recientemente hicimos del país una marca con productos bandera. Todos propósitos pasajeros, reactivos o excluyentes. Las encuestas muestran –paradójicamente– que sentimos orgullo de ser peruanos, pero renegamos de cómo somos y de lo que hacemos (o dejamos de hacer). Y justo ahí radica nuestra capacidad de avance y mejoramiento: en cambiar nosotros mismos.