A lo largo de más de dos décadas la economía peruana ha experimentado dos fenómenos contradictorios: por un lado, su integración al mundo, la eliminación de controles de precios, tipos de cambio y tasas de interés, la eliminación de los controles al movimiento de capitales, el retiro del Estado de las actividades productivas y el tratamiento igualitario a la inversión nacional y extranjera. Por otro lado, los mecanismos burocráticos del Estado se han vuelto cada vez más invasivos, complejos, opacos y sofocantes.
La burocracia se ha reagrupado detrás de una maraña de controles, permisos y reglamentos que han hecho que la relación entre el Estado y el ciudadano se vuelva cada vez más tortuosa y abusiva. La reacción natural de una parte enorme de empresarios y trabajadores independientes ha sido simplemente la de ignorar al Estado: optar por la informalidad. Así, dándole la espalda al Estado, la informalidad ha permitido en buena medida que el país crezca, se cree empleo y se mejore el nivel de vida de millones de peruanos. El aporte de la informalidad, sin embargo, parece haber llegado a su límite y se ha convertido ahora en un freno para que el país alcance un nivel superior de desarrollo.
Son las empresas y trabajadores independientes formales quienes arrastran el lastre de tener que relacionarse con un Estado donde la suspicacia y la desconfianza es la regla general. Un Estado donde el funcionario diligente es castigado y el diletante, el indolente y el corrupto permanecen indemnes.
Hoy nuestra agobiante burocracia privilegia el procedimiento sobre el resultado y la eficacia; pone al trámite por encima del servicio al ciudadano a quien ha despojado de su naturaleza de tal para convertirlo en “el administrado”. Sí, en toda la frondosa normativa administrativa del Estado se nos define a nosotros, los ciudadanos, como “ los administrados”.
El avance de la irracionalidad burocrática ha tomado dimensiones apoteósicas a partir del comienzo del presente siglo. La Ley del Procedimiento Administrativo General (Ley 27444), promulgada en el 2001 durante el gobierno de transición, con sus 80 páginas y 244 artículos, ha servido de base en muchos casos a las entidades del Estado para crear procedimientos engorrosos y opacos, los cuales se esconden en una sopa de letras constituida por decenas de acrónimos (ROF, CAP, MOF, Mapro, TUO, TUA, TUPA, etc.) con contenidos heterogéneos en cada una de las miles de entidades del Estado, desde los ministerios hasta la más pequeña municipalidad distrital.
Estos acrónimos designan a los reglamentos, textos de procedimientos administrativos, manuales de procedimientos administrativos y demás instrumentos de trámite y procedimiento con los que la burocracia pretende relacionarse con los ciudadanos. Cada municipio, cada regulador, cada organismo fiscalizador tiene, por ejemplo, un TUPA (texto único de procedimientos administrativos) distinto en cada una de las entidades del mismo género, lo que constituye un conjunto que pareciera diseñado para matar el espíritu empresarial. Nada costaría al Estado crear un sistema informático similar al que maneja el presupuesto de la república (SIAF) para homogeneizar procedimientos y eliminar trámites inútiles. El elemental principio de gestión, cual es la economía procesal, parece ser no solo ignorado sino por el contrario, se crean trámites inútiles por el incentivo perverso de efectuar un cobro. El ciudadano termina, además, recorriendo innumerables oficinas públicas que deberían estar interconectadas. Ante esto el Estado cree solucionar el problema creando “ventanillas únicas”, las cuales se convierten en simples embudos que ayudan poco o nada.
En cada interacción con el Estado los ciudadanos y las empresas están sujetos a una “hoja de ruta” en que su trámite pasa por las manos de numerosos individuos dentro de la entidad, cada uno con un de facto poder de veto para oponerse, de tal manera que la cabeza de la entidad no se atreva a ejercer un mínimo de discrecionalidad para resolver a favor del solicitante. ¿Qué impide al Estado aplicar el principio legal de presunción de veracidad por parte de un solicitante? El Estado podría simplemente clasificar las actividades económicas según el riesgo que introducen (salud, ambiental, seguridad, etc.) y aceptar una declaración jurada en casos de bajo riesgo como requisito único que después pueda ser aleatoriamente verificado.
En fin, hay mucho que se puede hacer si existe voluntad y, sobre todo, liderazgo. De otro modo, seguiremos viendo a la burocracia a través de los ojos de Honoré de Balzac como “aquel mecanismo gigante manejado por pigmeos”.