Es curioso pero es real: cada vez que los medios de comunicación reportan un caso de pish-tacos lo hacen como si fuera una situación única, sorpresiva, sin antecedentes, ni fundamentos ideológicos. Así se pone en evidencia la falta de investigación periodística, pues la labor de los medios se agota en reportar los hechos del día. Y también revela lo poco que la sociedad peruana se conoce a sí misma.
Para creer en los pishtacos hace falta mucha ignorancia sobre los procedimientos médicos de trasplante de órganos. Pero puede que esta “ignorancia” resulte del aumento de la tensión y la ansiedad que debilitan el principio de realidad, entonces se puede creer en cualquier cosa. El caso es encontrar una explicación al malestar, una historia que impulse a la gente a un “comportamiento efectivo”. De las 34 personas detenidas por participar en los desmanes de Huaycán, 24 son varones de 30 años o menos. Los protagonistas son, pues, jóvenes asediados por un descontento que puede descargarse –legítimamente– en la agresión a los pishtacos, o a la policía, que suele ser percibida como cómplice de los delincuentes. Hombres y mujeres se sienten vulnerables, agredidos por el desempleo, las bajas remuneraciones y la delincuencia. El terreno está listo para que calen los rumores sobre los pishtacos. El malestar obedece a la depredación de seres foráneos y malignos, a los que habría que destruir.
Quizá este es el aspecto más preocupante del fenómeno. Me refiero a la visión del otro como una presencia diabólica, capaz de arrancar los ojos a los niños para venderlos luego en el Primer Mundo, con grandes beneficios. Raptar niños para descuartizarlos es una acusación que nos dice mucho sobre quien la imagina. Esta demonización del otro tiene una raíz colonial en el mundo indígena que se sintió despreciado y excluido de la sociedad colonial criolla, deshumanizado. Entonces, representar al otro como diabólico resulta lamentablemente comprensible. Existe, pues, una sensibilidad exacerbada que fundamenta las historias de pishtacos. Y que también disgrega los vínculos sociales, pues prima la desconfianza respecto a los extraños.
Cada episodio de pishtacos tiene sus peculiaridades. En los últimos tiempos el más contundente fue el que estalló en 1988 en todas las áreas de la nueva Lima. Es la época de intensificación de la violencia por Sendero Luminoso que busca un “equilibrio estratégico” y el descalabro de las fuerzas represivas. Los apagones, los carros-bomba y los asesinatos “selectivos” eran cosa de todos los días. Al miedo hay que agregar la crisis económica de fines del primer gobierno de Alan García. El hecho es que el rumor se escuchaba por todas partes: mafias de pishtacos raptan a los niños, les quitan sus ojos y los abandonan luego con manojos de dólares en las manos. Por todas partes se organizan comités de autodefensa.
Esta vez, lo que llama la atención es que los rumores se originan en las redes sociales. En una página de Facebook donde un mensaje grabado advierte de la presencia de pishtacos en diferentes partes de Lima. Y el siguiente paso se da en Huaycán cuando dos encuestadores son responsabilizados de ser, en realidad, pishtacos. Al borde del linchamiento son rescatados por la policía, que los conduce a la comisaría. Muchos vecinos creen que se trata de una protección policial, se dirigen entonces a la comisaría para recapturar a los supuestos pishtacos. Los jóvenes gritan: “¡Justicia!”. Es el inicio de una batalla campal, los pobladores usan piedras y palos para agredir a los policías y estos se defienden mediante sus escudos, varas y gases lacrimógenos. La lucha es cruenta, pues la población no confía en la policía y está dispuesta a tomar la comisaría por asalto.
La deshumanización del otro tiene muchos pretextos, y el ser nombrado como pishtaco es una acusación contundente. No hay crimen más grande que asesinar niños, que destruir el futuro de las familias, ni motivo más vil que hacerlo por dinero. Ya es hora de que los peruanos sepamos distinguir la realidad de la fantasía. Como también es hora de que comprendamos la humanidad del otro. Ya estamos suficientemente hostigados por la realidad como para encima sentirnos, además, amenazados por fantasmas imaginarios.