No creo que, actualmente, haya un motivo justificado para vacar al presidente Pedro Castillo, pero tampoco que sea demasiado temprano para discutir el tema.
Para bien o para mal, debido a la experiencia del último quinquenio, la institución de la vacancia ha pasado a formar parte del ecosistema de las relaciones entre los poderes del Estado. Una manija de extinción –ubicada al lado de la caja de la disolución parlamentaria– que se jala en situaciones extremas en las que solo una especie puede sobrevivir, el presidente o el Congreso.
Durante esta semana, es probable que el asunto vuelva a surgir en el debate público a razón de la visita que realizará el primer ministro Guido Bellido al hemiciclo para pedir la investidura de su Gabinete. La cantidad de ministros cuestionados, investigados, sancionados, sin experiencia suficiente en gestión pública, o una combinación de todas las tachas anteriores, podrían anticipar un rechazo rotundo de la representación nacional en circunstancias normales. Sin embargo, serán el instinto de supervivencia individual sumado a un poco de estrategia colectiva los factores que probablemente arrojen un voto de confianza a regañadientes. El siguiente episodio de esta saga previsiblemente tendrá al Legislativo buscando la censura individual de los ministros más reprochables sin tener que dispendiar la única bala de plata que la Constitución le confiere para censurar completamente a un Gabinete Ministerial sin habilitar al jefe de Estado a apretar el gatillo de la disolución congresal.
La interrogante que lógicamente surge es: ¿qué pasa si, después, Castillo insiste en designaciones ministeriales tanto o más reprochables? Lo mismo podría ocurrir si el mandatario eventualmente reemplazara a Bellido por otra persona apologética o indulgente con el Movadef, homofóbica, misógina, y sin ningún respeto por la función pública. ¿Tendría el Congreso que tragarse esos sapos sin más? ¿Tendría el Perú que soportar en silencio cinco años de copamiento del Estado y maltrato a las instituciones?
Lamentablemente, no se trata de un escenario inconcebible. El Gabinete Bellido es un primer y fuerte indicio de que a Castillo y la cúpula de gobierno les importa acumular poder antes que administrar bien el país. Por eso, ese primer consejo de ministros refleja una repartija entre tajadores leales al lápiz con apenas una o dos voces sensatas cuyo volumen se pierde en medio de la baraúnda.
La otra hipótesis que explicaría por qué Castillo designaría a un Gabinete tan alienante no es más tranquilizadora. La búsqueda deliberada de la denegatoria de la confianza, según algunas crónicas periodísticas, sería un paso obligado en el camino de Perú Libre para la disolución parlamentaria y, eventualmente, la asamblea constituyente. En dicha tesitura, cabe preguntarse también: ¿se podría confiar en la capacidad moral de un presidente que diseña un plan para avasallar a otro poder del Estado y concentrar el poder? ¿Debe permanecer impávida la democracia frente a los intentos de socavarla?
Sí, democráticamente, Pedro Castillo ha sido elegido presidente, pero una democracia tendría que ser demasiado boba para dejar que un gobernante –cualquiera que este sea– tuerza y destruya a su antojo la Constitución por la que ha sido electo.
En el pasado quinquenio, la figura de la vacancia fue utilizada como un arma de vendetta política. Durante este lustro, quizá pueda servir como un escudo de defensa constitucional.
Si la oposición parlamentaria entiende esta importante diferencia, y no cae en los forzados y precoces bramidos de vacancia, quizá pueda resguardar la democracia y también su subsistencia. Si lo entiende Castillo, el mandatario podría abortar las campañas de una conflagración que no está en condiciones de ganar, y optar por un plan B menos catastrófico: gobernar.
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