En febrero pasado el economista jefe del Banco de Inglaterra, Andrew Haldane, pronunció un discurso en la Universidad de East Anglia que tituló “Creciendo, rápido y lento”. En él discutía las fuentes del crecimiento económico y la prosperidad del mundo actual, tratando al mismo tiempo de imaginar el devenir del progreso humano en el presente siglo. Pocas veces he leído una disertación más lúcida sobre el fenómeno del progreso humano. He recordado una vez más que lo que hoy llamamos crecimiento económico y mejora del bienestar son algo novísimo en la historia de la humanidad. El progreso vertiginoso a partir de 1750 es un fenómeno extraordinario que contrasta con el estado de miseria constante en el que ha vivido la humanidad por milenios.
Desde “La riqueza de las naciones” (1776), del escocés Adam Smith, hasta “Por qué fracasan los países” (2012), del turco Daron Acemoglu y del británico James A. Robinson, se han escrito cientos de libros acerca de los procesos detrás del avance de las sociedades. Para los economistas que nos educamos en las décadas de 1970 y 1980, el capital, el uso óptimo de los recursos y el progreso tecnológico ocuparon siempre el foco de nuestra atención para entender el progreso. Debimos estudiar a Schumpeter, Keynes, Meade, Tobin, Koopmans, Kantorovich, Solow, Swan y muchos otros. Pero siempre nos encontrábamos desvalidos para entender las razones detrás del estancamiento de muchas sociedades al lado del rápido progreso de otras naciones aparentemente similares. El Nobel Paul Samuelson solía ilustrar esta paradoja refiriéndose al “milagro del estancamiento argentino”. Por eso, los trabajos de Douglass North o los de Acemoglu y Robinson abrieron todo un panorama de causalidad al desentrañar la importancia de las instituciones que el hombre inventa y que terminan teniendo una gravitación tan profunda en el progreso o el fracaso de las naciones.
En su disertación, Haldane sintetiza en el concepto de “capital” viejas y nuevas visiones para el entendimiento del desempeño de un país: capital físico (maquinaria y equipo), capital humano (habilidades y experiencia), capital social (como la cooperación y la confianza), capital intelectual (como las ideas y las tecnologías) y capital de infraestructura (como las redes de transporte y los sistemas legales). El crecimiento –nos dice– es el resultado de la acumulación permanente de todas estas fuentes de capital.
Sirva esta larga introducción para juzgar cuán primitivas son las explicaciones que desde el gobierno o la universidad pretenden aclarar las razones de la desaceleración de nuestra economía: “el viento en contra”, representado por la caída en el precio de exportación de los minerales, y la anticipación de que la tasa de interés internacional subirá probablemente a fin de año. El ministro de Economía nos repite que es un fenómeno que podemos observar en todas las economías latinoamericanas y añade que con los precios de los minerales disminuidos no podemos aspirar a crecer como antes. El presidente Ollanta Humala nos explica también que debemos industrializarnos para que la economía crezca sin importar que “caiga el precio de los minerales, o el pescado se aleje [...], o afuera llueve o truene”. Pareciera que en vano se escribieron esos cientos de libros sobre crecimiento y progreso, y que “todo depende de lo que pase afuera”. ¿Acaso Australia es cinco veces más rica que Argentina, pese a tener recursos físicos y humanos similares, porque este enfrenta un “afuera” distinto al país oceánico?
No insinúo que la caída en los precios de los minerales no tengan el efecto de deprimir la tasa de crecimiento, ni que una industria más diversificada añadiría una fortaleza adicional a nuestra economía. Pero es cierto también que el deterioro del capital social, es decir, la cooperación y la confianza, así como el imperio de la ley, se han debilitado en los últimos cuatro años. De no haber sucedido así, muchos proyectos grandes y pequeños estarían ya generando una tasa mayor de crecimiento. Y respecto de la diversificación productiva, basta mirar las cifras para comprobar que desde que el Estado quitó las manos del sector industrial hace un cuarto de siglo, la industria creció, se diversificó y se hizo más competitiva. Mantuvo su peso dentro del PBI a pesar de que hoy se le mide a precios reales y no inflados por los altos aranceles de antaño.