“Las noticias falsas y las verdaderas, los datos corroborados y los inventados, van por el mismo carril y no queda más que la capacidad de discernimiento de quien las consume para darles o no validez”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Las noticias falsas y las verdaderas, los datos corroborados y los inventados, van por el mismo carril y no queda más que la capacidad de discernimiento de quien las consume para darles o no validez”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Patricia del Río

La información siempre ha sido fuente de poder. Por siglos, ha diferenciado a quienes eran capaces de tomar decisiones de los que estaban sometidos a los demás. En su magnífico ensayo, “El infinito en un junco” (Siruela, 2020), la española Irene Vallejo narra la historia del nacimiento de los libros, desde que se empezaron a plasmar en largos papiros traídos desde Egipto hasta la actualidad. El recorrido de este objeto que hoy nos resulta tan accesible es, en realidad, la historia de cómo los seres humanos hemos aprendido a dejar huella de nuestra existencia, hemos desarrollado técnicas para intercambiar datos útiles, historias memorables, disparates, mentiras o sabiduría... cualquier cosa puede ser expresada con un alfabeto.

Pero, además, se necesitó, y aquí está la originalidad del planteamiento de Vallejo, un vehículo que hiciera posible compartir ese saber con los demás de manera masiva y democrática. Cada vez que en la historia del mundo la tecnología ha permitido que los conocimientos llegaran a más individuos, las clases gobernantes han mirado con pavor la posibilidad de perder la capacidad de manipulación que otorga el saber. Muchos años después del descubrimiento de la imprenta de Gutenberg, en el mundo se usó el analfabetismo para dejar fuera de las decisiones a los oprimibles. Cuenta Vallejo que en los Estados Unidos, hasta la derrota de la Confederación en 1865, en muchos estados del sur era ilegal que los esclavos aprendiesen a leer o a escribir. Los que se atrevían a desafiar la norma eran castigados con brutalidad.

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El terror al conocimiento de la palabra escrita tenía fundamento: una vez que alguien es capaz de leer una frase, entonces puede leerlo todo, cuestionarlo todo. Hoy, en el mundo, cada vez hay menos analfabetos (de acuerdo , en el año 1975 la tasa de alfabetización en el planeta era de 66,9%; hoy, alcanza el 86,4%), y toda sociedad que se precie de ser decente buscará erradicar completamente esta lacra. Sin embargo, lo que ningún poderoso del siglo XX imaginó ni en sus peores pesadillas fue el fenómeno de sobreabundancia de información a la que puede acceder cualquier ser humano en un segundo. Hemos pasado del lento proceso de copiar a mano un volumen para preservarlo en una biblioteca como si se tratase de una joya, a generar información que viaja en segundos hasta millones de personas. Hoy, las editoriales, los periódicos y las revistas científicas compiten con sujetos que tienen exactamente la misma capacidad que ellos para esparcir sus ideas, sus teorías y sus extrañas conclusiones sobre cualquier materia de su interés.

El saber, que de alguna manera pasaba por varios filtros antes de ser difundido, hoy corre como un caballo debocado sin que nadie sea capaz de detenerlo. Las noticias falsas y las verdaderas, los datos corroborados y los inventados, van por el mismo carril y no queda más que la capacidad de discernimiento (cada vez menos entrenada en los colegios que siguen enseñando datos) de quien las consume para darles o no validez.

Pero no miremos esta realidad con recelo o miedo. La democratización del acceso a la información es una de las conquistas más increíbles de la humanidad. Es casi un milagro que hubiera deslumbrado a cualquier sabio de Alejandría o al mismo Borges y su fantástica biblioteca de Babel. El problema no está en las nuevas tecnologías que nos ponen al mundo, con sus bondades y sus desgracias, a la altura de la yema de los dedos. El problema, o mejor llamémosle reto, lo tenemos nosotros: o ponemos toda esta información a nuestro servicio para ser mejores seres humanos, o nos dejamos ganar por las mentiras y las falsedades que esconden una nueva forma de opresión y manipulación. Que amenazan con convertir a quienes se las creen en una nueva especie de analfabetos.

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