La crisis de la Justicia en el Perú no es nueva, como tampoco lo es el “intento” por vendernos un cambio. En el siglo XIX fue intervenido el Poder Judicial en 1839, 1855 y 1866; en el siglo XX, en 1930, 1969, 1980 y 1992; y, en lo que va del siglo XXI, en el 2018.
Siempre se plantea que los grandes problemas han sido la falta de autonomía e independencia, la ausencia de una infraestructura adecuada y de recursos, todo lo que impide que la justicia sea atractiva como una opción de vida y, agregaría, atractiva para la excelencia, pues está claro que para los pillos y para la infiltración de las instituciones sí es extremadamente atractiva.
No todos los jueces y fiscales son malos, corruptos o faltos de independencia; sostener ello sería injusto, pues no es cierto. Lo que sí es cierto, es que los mejores alumnos de las facultades de Derecho no aspiran a una carrera judicial. Si por ahí encontramos a uno, bien podríamos repetir el refrán popular: “una golondrina no hace verano”.
¿Esta situación ha sido siempre así? Claro que no. Antes, tener un pariente juez, fiscal, congresista, militar o policía era motivo de orgullo y los mejores aspiraban a ello. Hoy, en que todo se ha degradado, tener un pariente en alguno de esos cargos es una pesadilla familiar.
El tema de la justicia, que es fundamental para vivir en un Estado de derecho, es algo que no podemos seguir sin abordar, pero no a través de los mismos y con las recetas de siempre, que lo que buscan es vendernos una ilusión, cuando en el fondo lo que se quiere es una nueva oportunidad para penetrar y copar el sistema de justicia. El enfoque tiene que ser a largo plazo: ¿cómo hacemos que los mejores aspiren a ser parte de la magistratura? Si no captamos la excelencia, seguimos siendo comparsa del engaño.
Mauro Capelletti, el notable jurista italiano, decía que la independencia de los jueces y el Poder Judicial no se medía tanto por quien nombraba a los jueces, sino por quién podía removerlos. Obviamente, es difícil que un organismo politizado y claramente sesgado como el que hoy tenemos sirva de aliciente para que los mejores alumnos aspiren a ser jueces o fiscales; más aún si cada cierto tiempo son objeto de “evaluaciones” que miden “su desempeño”. Evaluaciones que –como ya se ha reconocido– hoy la Junta Nacional de Justicia terceriza y encarga a conocidos abogados litigantes, con sesgo político conocido.
Si se quiere captar a los mejores se les tiene que garantizar estabilidad en el cargo, lo que no significa, claro está, impunidad. Si hay un hecho irregular se evaluará la conducta del magistrado y, si actuó en forma indebida, deberá ser sancionado.
El sistema de ratificaciones nos ha demostrado que solo logra tener jueces mediatizados, que viven con una espada de Damocles sobre el cuello, porque se les puede cortar su carrera de vida simplemente si sus sentencias no son del agrado de un sector determinado; y que, en muchos casos, como la actualidad nos lo demuestra –valgan verdades–, creen que su función es filtrar información ‘off de record’ a efectos de lograr un aparato de protección mediático que les permita superar cualquier cuestionamiento, olvidando las obligaciones de reserva que la ley les impone.
Tampoco se puede seguir considerando como baremo para la evaluación del desempeño en la magistratura la obtención de grados académicos como maestrías y doctorados o la publicación de libros, en un país en el que esos títulos están en gran mayoría en manos de verdaderos mercaderes de la educación, y las publicaciones son, esas sí, una maestría y doctorado, pero del ‘copy paste’. Los jueces valen por sus sentencias, como los maestros por sus enseñanzas y ejemplo, y los políticos por su honestidad, capacidad de análisis, conocimiento de la realidad y valentía.