“Mucho mejor fuera [...] que las dos potencias logren un acuerdo que recoja las expectativas más importantes de cada una”. (Ilustración: Giovanni Tazza)
“Mucho mejor fuera [...] que las dos potencias logren un acuerdo que recoja las expectativas más importantes de cada una”. (Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

acusa a de vender demasiado barato una vasta cantidad de mercancías. Las manufacturas locales, incapaces de competir con los precios chinos, cierran sus puertas generando un desempleo masivo. Pero como se siguen comprando los bienes chinos, se generan cuantiosos superávits en las cuentas comerciales de China. En realidad, desde hace unos 35 años que Estados Unidos paga bienes concretos con toneladas de papel (billetes, bonos, acciones). Sabiendo que esta situación no es a la larga sostenible, la política norteamericana ha tratado de poner freno a este desequilibrio de muchas formas. Especialmente a través de una política cambiaria que eleve el precio de la moneda china, el yuan. Pero China ha persistido en una política que deberíamos llamar mercantilista, en atención a su interés por acumular grandes cantidades de dinero. En efecto, a través del apoyo a las exportaciones y el bloqueo de las importaciones, esta situación redunda en una posesión cada vez mayor de activos extranjeros.

En todo caso la coherencia de la política de China se contrasta con las dudosas reacciones norteamericanas que se han ido repartiendo en orientaciones contradictorias. De un lado Estados Unidos está interesado en comprar, a precios bajos, los bienes que integran el consumo de sus mayorías. Pero, del otro, y al mismo tiempo, la sociedad norteamericana es totalmente consciente de que su posición económica no es sostenible, que se han incubado desequilibrios comerciales y financieros que en algún momento estallarán, produciendo demasiado sufrimiento humano. En realidad, la solución al reto de la gobernabilidad del mundo globalizado sería lograr un equilibrio aceptable en términos de tipo de cambio y precios. Que no restrinja el comercio pero que suponga que el crecimiento del déficit tiene un límite, que no pueda ser infinito.

Es muy difícil establecer cuál es el mejor interés de cada país. Para China cambiar sus mercancías por papel tiene sus ventajas pues permite un uso mayor de sus capacidades productivas. Y para Estados Unidos la ventaja es comprar barato. Sea como fuere, ahora parece haberse desatado una guerra de tarifas destinada por Trump a reducir el desequilibrio norteamericano en la balanza comercial con China. No obstante por el momento, y pese a las amenazas que circulan, el hecho es que esta guerra comercial recién se está iniciando.

En el fondo prima la idea de lograr un acuerdo en base al diálogo. Se trataría de lograr un equilibrio sostenible entre la ansiedad china por vender y el miedo norteamericano de perder su poderío económico –factor muy valorado por Trump y los republicanos, quienes consideran que Estados Unidos está siendo desindustrializado por una política china que pretende acaparar el poder industrial del mundo–. En realidad, mucho mejor fuera, para el conjunto de la humanidad, que las dos potencias logren un acuerdo que recoja las expectativas más importantes de cada una.

El riesgo es muy alto pues la guerra comercial –el aumento de aranceles a los productos importados– podría llevar a una pérdida de dinamismo económico en todo el mundo. Esta pérdida se sentiría más en algunos países emergentes como el nuestro. Al haber enganchado su economía con la de China, al Perú no le conviene para nada una crisis en ese país. Justamente el auge económico chino ha permitido los altos precios del cobre, que es la principal exportación peruana.

La confrontación que se está iniciando tiene un antecedente histórico de mucho interés. Me refiero a la decadencia política y económica que vivió la España del siglo XVII por la falta de una mayor resolución para el trabajo, así como por una falta de fe en la ciencia. El tesoro americano, que se repletaba con cada envío de plata de Potosí, terminó siendo una maldición para el gobierno y la sociedad española. A falta de una mayor producción los comerciantes recurrieron a importarlo todo. La desindustrialización ibérica impulsó la revolución capitalista de Inglaterra, aferrada a las ideas mercantilistas de vender siempre más, acaparando las capacidades de producción. A la larga cada país trataba de fomentar la prosperidad de su economía y sociedad nacional. Inglaterra lo hizo, pero por muchas razones no lo pudo hacer España, que se sumergió en un largo período de abatimiento.

Pero no todo tendría que ser negativo en el desenlace de la actual crisis. La inteligencia social de nuestras sociedades tiene que avivarse para evitar precipitarse en un guion trágico, donde todos perderíamos.