Una de las notables frases que dejó Felipe Ortiz de Zevallos en la entrevista que le realizó Jaime Bedoya, publicada el domingo en estas páginas, fue: “cuando una sociedad pierde su centro, la política deja de existir en ella”. Lo que sigue a ello, afirmó –en una tímida evocación del prusiano Von Clausewitz–, es prácticamente la guerra.
Hace unos días, terminé de leer “The Metaphysical Club”, de Louis Menand, que describe el surgimiento del pragmatismo como corriente filosófica en Estados Unidos en las últimas décadas del siglo XIX como resultado, en parte, de las conversaciones y debates que reunían a personajes de la talla de Oliver Wendell Holmes Jr., William James y John Dewey, en algún lugar de Cambridge, Massachusetts, y sobre los escombros de la Guerra Civil finalizada apenas unos años antes.
Holmes, quien fue por 30 años miembro de la Corte Suprema estadounidense, es una figura sobresaliente en el texto. Un buen ejemplo de su pensamiento es explicar los límites a la libertad de expresión con la famosa metáfora de alguien gritando falsamente “¡fuego!” en un teatro abarrotado, siendo al mismo tiempo uno de los más arduos defensores de la Primera Enmienda (que contiene dicho derecho). Desde una misma perspectiva, estableció la prueba del “peligro claro y presente”, que no es más que la incorporación del sentido común y el contexto para juzgar cada caso bajo sus propias circunstancias.
En el libro de Menand, queda clara la huella de la Guerra Civil, donde Holmes combatió y fue herido, y de donde rescató una simple lección: que la certeza deriva en violencia. Cuando Holmes, con sus opiniones disidentes, buscaba proteger la libertad de expresión, lo hacía no con el fin de promover la libertad individual, el acto solitario del discurso, sino para defender los intereses de la mayoría. En el mercado de ideas (donde, como en otros mercados, la competencia no siempre es perfecta), más es siempre mejor, pensaba Holmes. Y Menand apela a la imagen del tablero de dardos y las probabilidades: mientras más dardos se lancen, mejor idea tendremos de dónde está el blanco. En resumen: No promovemos la libertad de expresión porque una persona tenga la idea correcta. Lo hacemos porque es un ejercicio colectivo para llegar a las ideas que necesitamos.
En tiempos de polarización afectiva, donde son las identidades más que las ideas las que delimitan los bandos, es necesario pensar el centro no como un promedio entre la izquierda y la derecha, sino como un espacio de tolerancia, de pluralismo, de pragmatismo. Es no dejar que el ruido ensordecedor de los dogmáticos y los matones se imponga sobre un sano escepticismo (aun cuando siempre haya causas por las que no se puede dar el brazo a torcer). Es recordar también a Albert Hirschman y su “probar que Hamlet estaba equivocado” o demostrar que la duda no debía paralizar la acción y que la certeza no era una condición imprescindible para la acción constructiva o la deliberación. La duda no debe confundirse con indecisión. Es liberadora, pues abre espacio a alternativas y cuestiona formas únicas de ver el mundo.
En este contexto, Ortiz de Zevallos termina la entrevista alertando que, en un escenario pesimista, podríamos seguir la historia española de los 1930, que fue también la de Estados Unidos a comienzos de 1860. A la hora de su muerte, a los 90 años, se encontró colgado en el armario de Holmes el uniforme manchado con su sangre, cuando el experimento democrático falló de manera estrepitosa en Norteamérica. Creo que nada nos termina de polarizar hoy a los peruanos como las divisiones que precipitaron aquellas tragedias y que los alaridos en los extremos siempre estarán presentes. Pero es importante que en el debate intelectual se escuchen también las voces sosegadas, como la de Felipe Ortiz de Zevallos.
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