Jaime de Althaus

Cuando la lucha es feroz o se vale de cualquier arma, le hace mucho daño al país. Es lo que pasó con la elección del 2016. Faltando dos semanas para la segunda vuelta, llevaba la delantera con ocho puntos de ventaja en la encuesta de Ipsos, pero “Cuarto poder” emitió un reportaje que era un operativo político más que un informe periodístico –como acaba de confirmar el programa “Sin Medias Tintas” de Latina–, porque contenía una bomba nuclear contra la candidata, sin prueba alguna, disparatando eventos que terminaron en su derrota.

El resultado fue la trampa perfecta: un Congreso en el que el Ejecutivo tenía una bancada pequeña y la oposición una mayoría absoluta de 73 votos. Para escapar de la inevitable confrontación de poderes, que siempre acaba mal, hubiéramos necesitado líderes superiores, y ni Pedro Pablo Kuczynski ni Keiko Fujimori lo eran. Ni el buscó una concertación, ni ella la quiso. Dolida, cometió excesos.

Es que el uso de armas vedadas desplaza la política al terreno de la guerra y desata una espiral de represalias. Para muchos, Keiko Fujimori implantaría una dictadura. Entonces, para salvar la democracia, cualquier acción era válida, aunque se saliera de los límites del leal juego de la competencia democrática. Era la teoría leninista de que el fin justifica los medios.

Pero Keiko Fujimori ya no era Alberto Fujimori –en varios sentidos, por lo demás–. Ella, a diferencia de su padre, había construido esforzadamente un partido político en una era en la que los partidos se desintegraban. Había sido congresista. Estaba, por lo tanto, plenamente integrada al juego democrático. Es más, formaba parte del ‘establishment’ político o democrático mismo. No era una ‘outsider’. Su gobierno hubiera sido bueno, regular o malo, pero hubiera entregado el poder en el 2021 a quien hubiese sido elegido. Nos hubiésemos ahorrado los cataclismos políticos que luego ocurrieron y la destrucción nacional que hemos sufrido.

El problema es que el país lleva ya más de dos décadas atrapado en esta guerra de represalias. Es hora de liberarse de ella. La comenzó Alberto Fujimori cuando rompió las reglas democráticas al sojuzgar a las instituciones y a la prensa y cometer abusos para postular a una segunda reelección. Pero la reacción del sector teóricamente democrático fue desmedida al perseguir judicialmente a exministros inocentes y transformar a Fujimori en un monstruo violador de derechos humanos, inoculando profundamente el antifujimorismo. En lugar de procesarlo por violar la Constitución y pretender perpetuarse en el poder, fue condenado por los crímenes del grupo Colina a una pena excesiva, sin pruebas, sobre la base de un silogismo (siendo el jefe supremo, tenía que haber ordenado) y pese a que había conducido una estrategia exitosa basada no en matanzas, sino, por el contrario, en la alianza con la población y la inteligencia policial.

Durante muchos años el antifujimorismo fue la fuerza dominante. Fue el alma del populismo político de Vizcarra contra el Congreso, que no paró hasta disolverlo inconstitucionalmente, y de los abusos de los fiscales del Caso Lava Jato contra la propia Keiko Fujimori, encarcelada tres veces por algo que no era delito, y contra otros, convirtiendo a los partidos políticos en “organizaciones criminales” con la consecuencia de la destrucción de parte de la clase política. Llegó al extremo de poner a Pedro Castillo en el poder.

La reacción ante todo eso fue el crecimiento de la corriente “anticaviar”, que ha empezado a reconquistar espacios institucionales antes copados por los llamados “caviares”. Por supuesto, este lado también comete excesos, como el de la inhabilitación de Zoraida Ávalos, que ya hemos comentado.

El país tiene que ser capaz de emanciparse de esta guerra de represalias que no tiene cuándo acabar y que nos está llevando al despeñadero. La economía ya no crece y la pobreza aumenta año a año. Se requiere un gran acuerdo.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Jaime de Althaus es analista político