Juan Paredes Castro

La política peruana puede dar bandazos increíbles: desde votar por quienes pueden arrebatarnos la democracia hasta apostar por quienes pueden sacar del lobo un pelo para salvarla de un nuevo desastre.

Podríamos encontrarnos en el 2026 con otra cadena de sucesiones presidenciales efímeras, como la del 2016 al 2022, de Pedro Pablo Kuczynski a Dina Boluarte, pasando por Martín Vizcarra, Manuel Merino de Lama, Francisco Sagasti y Pedro Castillo; con otra falsa cruzada anticorrupción; con otra insensata elaboración de “denegación fáctica de la confianza” y con otro golpista proyecto de asamblea constituyente para instaurar una dictadura comunista de plazo indefinido.

El rescate de la bicameralidad y la reelección de congresistas, con una primera y sorprendente alta votación, expresa ciertamente la hazaña de persuasión y cabildeo para sacar del lobo un pelo en un del que solo podíamos esperar la lenta y progresiva extinción de su plazo de ejercicio.

El desafío siguiente, si esta hazaña tiene sentido, tendría que consistir en hacer creíble y confiable el propósito del Congreso de no detenerse en este par de , sino en acometer otras importantes y vitales, entre ellas también la reelección de alcaldes y gobernadores regionales, para que el sistema democrático sienta la vergüenza de que, tal como funciona hoy, no le sirve a la sociedad.

Una ideal representación nacional en el Congreso tendría que provenir, por ejemplo, de la mano de la bicameralidad, con el cambio del sistema proporcional por uno uninominal, que haría identificable y comprometido a cada elegido con un distrito electoral determinado, más el valor agregado de poder ser mejor controlado, fiscalizado y hasta reelecto si lo merece.

Resulta, asimismo, más urgente que nunca la reforma del sistema electoral, actualmente sobrepasado por reglas de juego dispersas, confusas, contradictorias, que obligan a partidos, candidatos y electores a moverse en una compleja maraña de intereses y obstáculos. ¿Puede, por ejemplo, seguir subsistiendo el voto preferencial, que tanto distorsiona el orden de los candidatos puesto por los partidos, al igual que altera peligrosamente la identidad de las bancadas, convirtiendo a cada legislador electo en un ‘outsider’ respecto de su propia organización política?

No quisiera abrigar falsas expectativas por estas y otras reformas legislativas en tanto el Congreso merezca, por su propio comportamiento, aún ser mirado de reojo. Pero su demostración de que es capaz de sacar adelante reformas constitucionales fundamentales me anima a confiar, en una escala del uno al diez, en la posibilidad de que este importante e imprescindible poder del Estado puede todavía sorprendernos más. Sorprendernos, digamos, yendo más allá de los cerrojos constitucionales que nos permitieron defendernos del fallido golpe de Castillo. Con algo más que del lobo un pelo, que aleje al sistema democrático de su recurrente vulnerabilidad a flor de piel.

Si de reformas urgentes se trata y en función de la estabilidad política, nada más oportuno que incluir en ellas a los partidos. Hay quienes piensan que la mejor ley de partidos políticos es la que no existe. Pero si ya por ley estos son sujetos de subvención presupuestal del Estado, tienen que ser sujetos también de derechos y obligaciones, quizás mejor establecidas que en ocasiones precedentes, para hacerlos gobernables en sí mismos y, de paso, hacer gobernable el sistema democrático y, finalmente, gobernable el país.

Los partidos tienen que dejar de ser meros vehículos y maquinarias de campaña electoral para convertirse en protagonistas centrales de gobernabilidad, desde la captación y selección de cuadros militantes hasta el aseguramiento del compromiso de servicio al país de los elegidos en cargos claves del y Legislativo, transitando por la celebración de elecciones primarias, de las que deben salir los candidatos a la presidencia y al Congreso.

Si esta tiene que ser, en esencia y constructivamente, la vida de los partidos, para no terminar como suelen terminar hoy, después de cada gestión gubernamental, prácticamente deshechos o disueltos, no dejemos pasar la ocasión oportuna e histórica de ir a un sistema que ponga fin a la fragmentación política. Proporcionémosles a los partidos nuevas, consensuadas y superiores reglas de juego, que beneficien a los que quieren salir del hoyo, a los que están por irse al hoyo y a los que han aprendido a perdurar a pulso en el tiempo.

De aquí al 2026 no van a faltar proyectos autoritarios que quieran acabar con la democracia y que quieran también, como podemos constatarlo en la travesía de recesión a la que hemos arribado, acabar con el modelo económico. No les basta que este modelo haya probado con éxito, más que ningún otro en la región, ser un potencial movilizador de crecimiento, mejor aun si viene a ser, con el tiempo, un potencial movilizador de bienestar y justicia social.

Muchas y no pocas veces, en el arte de sacar del lobo un pelo, reside la capacidad de cambiar las cosas y cambiar la historia.

Juan Paredes Castro es Periodista y escritor