El 5 de marzo murieron trágicamente seis soldados, integrantes de dos patrullas del Ejército que partieron en la madrugada de Ilave para reforzar el destacamento de Juli, que en la víspera había sido atacado por turbas que quemaron la comisaría y un local del Poder Judicial. Estando el puente bloqueado, al salir de Ilave cruzaron el río.

En la ruta fueron hostilizados y agredidos por quienes querían expulsarlos de “su territorio”. Tenían órdenes de no usar sus armas para defenderse y, ante una situación insostenible, sus jefes decidieron regresar a la base. Denegado de nuevo el uso del puente por los manifestantes, optaron por cruzar el río Ilave.

Hay versiones opuestas sobre si en el último tramo y ya en el río fueron o no hostilizados. Lo cierto es que el río se tragó las vidas y los sueños de seis muchachos aimaras, exhaustos después de 12 horas de marcha, cuyo “pecado” fue vestir un uniforme.

Este ha sido otro capítulo horrendo –y ojalá que definitivo– de las políticas violentas en Puno.

En todo caso, en el resto del país ese ciclo sí ha concluido hace varias semanas. Dudo mucho que estas se reanuden en el ámbito nacional y en ningún caso estarían gatilladas, como en diciembre, por pedidos de libertad para por ser “víctima de un golpe del Congreso”. Ello ya se había diluido en la segunda ola de enero y febrero, cuando estuvieron más bien atizadas por las muertes de Ayacucho y Juliaca.

El 7 de diciembre la amplia mayoría de los peruanos tenía claro que estábamos ante el presidente más incompetente que se podía imaginar, que había llevado el clientelaje a niveles desconocidos y que él y su entorno estaban involucrados en múltiples y documentados casos de corrupción. A su vez, una minoría importante y con gran capacidad de movilización había hecho suya la imagen de un presidente acosado por los poderosos, que por ser un profesor rural no lo dejaban gobernar para el pueblo.

Las protestas políticas violentas no lograron sus objetivos y, paulatinamente, se diluyó su capacidad de presión. Pero sí lograron hacer crecer bastante su demanda de una asamblea constituyente (aunque con objetivos difusos y hasta confusos), como lo muestra la muy reciente encuesta de CPI.

En la sierra centro y sur, la pide el 82,3% y, a su vez, el 92,1% quiere el adelanto de elecciones para el 2023. Además, el Congreso es aprobado por el 3,1% y Boluarte por el 8%. Si tenemos en cuenta que estas protestas empezaron siendo por Castillo, un porcentaje importante debiera mencionarlo como una persona que podría ser un buen presidente.

Pues no. En el corazón de las protestas solo el 3,4% así lo piensa. Un pelito por debajo de Verónika Mendoza (3,6%) y un pelo por encima de Hernando de Soto (3%).

Pero Pedro Castillo sigue pensando que estamos en el humor de diciembre. “Llevo 100 días secuestrado injustamente”, ha dicho hace poco, pero ya no se oye, profe.

Más patético todavía, hace unos días declaró su esposa y contó que, cuando el golpe de Estado fracasó e iban rumbo a la Embajada de México, Castillo le dijo: “Los dejo a ustedes […], yo me regreso y voy a luchar junto con todo mi pueblo peruano, porque desde un inicio nunca me dejaron trabajar”.

Tratan de construir una figura de heroico luchador que nunca existió y, para ello, violentan la verdad con la misma frialdad que lo hicieron con la caja fiscal. Lo pruebo citando a su defensor, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, el 8 de diciembre: “Pedro Castillo llamó para avisar que iba camino a la Embajada de México en Lima para solicitar asilo. Le dije al canciller que hablara con el embajador y se abriera la puerta de la embajada”.

Tres meses después de esos sucesos, políticamente el Perú es otro (para bien y para mal), pero Pedro Castillo, salvo para lo judicial, ya no es un tema del presente, sino del pasado.

Coda: Yaku y todo el desastre que está causando es un tremendo recordaris de que la gestión pública ha llegado a niveles de desastre. Que seis años después de lanzada la “reconstrucción con cambios”, con más que abundante dinero para solucionar al menos todo lo urgente, la población esté casi igual de desvalida da cuenta de un fracaso mayúsculo de los sucesivos gobiernos nacionales, regionales y locales.

Ni siquiera están completas las defensas de los ríos más peligrosos. Y si no había para eso, se les pudo descolmatar antes de la temporada de lluvias. Y si eso también se les había pasado, no supieron al menos asegurar motobombas para el rápido drenaje de las aguas.

Ahora el Gobierno va a cambiarle de nombre, le dará otras atribuciones y se anuncian severas investigaciones. Una vez más, los parches y el efectismo de la clase política.

Pero nada va a mejorar si no emergen nuevos liderazgos que tengan el coraje de reformar radicalmente la gestión pública, encaminándola a ser sensible, profesional, honesta, transparente y presta.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad