Javier Díaz-Albertini

Desde los 80, el enfoque basado en derechos humanos (en corto, enfoque de derechos) se convirtió en una importante guía para el trabajo político. La idea es que toda sociedad debe avanzar hacia el pleno reconocimiento de estos derechos y asegurar las capacidades de los ciudadanos para su ejercicio. Se consideraba, a su vez, que al le tocaba la tarea central de garantizar que así sea.

El enfoque se convirtió en una nueva estrategia para las fuerzas progresistas que dejaban de lado la revolución como teoría y praxis. Se reconocía así la importancia de la legislación y lo jurisdiccional en los procesos de cambios sociales. Encontró, a su vez, a un formidable aliado en muchos organismos e instancias multilaterales –principalmente de la ONU– que abrazaban esta visión y la impulsaban vía la suscripción de declaraciones, acuerdos, tratados y convenciones.

El trabajo político consistía en impulsar los cambios normativos (leyes y reglamentos) necesarios, a la vez que se fortalecían las instituciones encargadas de defenderlos y gestionarlos. Para ello, se requería de una sociedad civil que presionara a favor del cambio, participara en espacios de formulación de propuestas y vigilara el cumplimiento de lo acordado. Como dijo en los 80 el líder izquierdista Alfonso Barrantes Lingán: “en el Perú, un gobierno honesto ya sería una revolución”. En otras palabras, lograr que la democracia funcionase bien y atendiese a sus ciudadanos se convirtió en una suerte de nueva utopía.

A nivel mundial, los éxitos legislativos y judiciales progresistas fueron numerosos y ampliaron la ciudadanía política y social como nunca. Como he comentado en una columna anterior (“Sorosche”, 10/7/2019), las organizaciones de y los –especialmente en los países desarrollados– se dieron cuenta de que perdían la batalla en los ámbitos sociales y culturales. Ya no bastaba el discurso de las bondades del mercado y el liberalismo económico, debían reconquistar “las mentes y corazones” de una población pasiva, pero resistente al cambio cultural.

Como respuesta a la agenda progresista, la nueva derecha y el neoconservadurismo lograron sus primeras victorias a finales de los años 70 y principios de los 80, con los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Por cerca de una década, intentaron desmantelar el Estado de bienestar y revertir algunas de las políticas sociales más importantes como la discriminación positiva (“affirmative action”) que Reagan bautizó como “racismo reverso” hacia el hombre blanco. El sistema judicial de entonces, sin embargo, contuvo esta arremetida.

Los neoconservadores sí fueron capaces de llegar a los “corazones”, al organizar grupos de base con gran capacidad y disposición de movilización, principalmente compuesta por una clase media y obrera blanca, sobre la base de un pensamiento conservador racista, etnocentrista y patriotero. El Partido Republicano transitó hacia la extrema derecha e impuso una creciente polarización en la política estadounidense, incluyendo la ideologización de las cortes federales, especialmente de la suprema.

Al igual que el progresismo, la extrema derecha se dio cuenta de que no era suficiente el poder electoral, sino que necesitaba el control de la instancia suprema de interpretación constitucional para desmantelar los derechos sociales. En 1982, abogados conservadores crearon la Federalist Society, una organización que penetra las principales facultades de derecho estadounidense y capta a un grupo significativo de jóvenes hacia su causa. Aboca la interpretación literal de la Constitución Estadounidense, haciendo frente a los cambios impulsados desde el progresismo. Ha alcanzado tal poder que cinco de los actuales nueve jueces supremos han sido o son parte de esta organización y son ultraconservadores.

En los últimos meses, hemos visto los efectos de este recambio premeditado y la sobreideologización de las decisiones judiciales constitucionales en el país del norte. La anulación del derecho constitucional al aborto, la eliminación de la discriminación positiva como criterio de admisión a las universidades y abrir el camino para que empresas puedan negarles un servicio a parejas del mismo sexo son algunas de las medidas. Y prometen ser muchas otras por parte de jueces que son nombrados de por vida y que no tienen que rendir cuentas a un electorado a cuya mayoría le están dando la espalda.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología