Carlos Meléndez

Escena uno

Un domingo cualquiera en Dupont Circle, mientras se empujaba un ‘brunch’ de tamales y chicharrón en El Secreto de Rosita Gastrobar, recibió la llamada que había estado esperando por meses. El cogobernante del país protagonizaba tal escándalo, que hacía insostenible su permanencia en PCM. La hora de reemplazarlo había llegado y él no le corría a la responsabilidad. Los 376 días de representante del Estado Peruano en DC, las audiencias de la CIDH en las que sacaba cara por el Gobierno (“Ellos son los violentos”, se le oyó vociferar a los familiares de las víctimas de la represión estatal) y los tres cafés con Almagro, habrían sido de gran aprendizaje político. “Toda una maestría”, pensó. Se sentía preparado, pero, sobre todo, merecedor del encargo. “La cuenta, míster”, ordenó, mientras calculaba cuántas maletas de sobrepeso llevaría de vuelta a Lima.

Efectivamente, hasta inicios de marzo de este año, el análisis político reportaba un cogobierno Boluarte–Otárola: una presidenta desplegando roles protocolares, restringidos al alcance de sus capacidades, y un presidente de Consejo de Ministros operando apoyos en el Parlamento, coordinando responsables sectoriales que no arriesguen, pero que tampoco dañen, y elaborando narrativas para proteger a una mandataria torpe por su amateurismo. Lo acaecido a partir de la renuncia obligada de Otárola es explicado, sencillamente, por la ley de la gravedad. Al desaparecer el principal (¿único?) pilar, genuino, de la administración Boluarte, la Casa de Pizarro se desploma al primer soplo.

Queda demostrado, por física simple, que el que gobierna este parlamentarismo chicha en el que nos hemos metido es el titular de la PCM. Y no porque sea el Congreso el que elija al jefe de gobierno. Los grupos parlamentarios no suman votos para que Boluarte se mantenga, sino para mantenerse a ellos mismos. Este axioma funcionará hasta agosto del 2025, cuando el Congreso no pueda ser disuelto, las elecciones generales ya habrán sido convocadas y servirá de poco –electoralmente hablando– seguir blindando a la presidencia más impopular que hemos tenido. Hasta entonces, sin sucesores presidenciales, quedamos al amparo de a quien Boluarte designe como primer ministro para que él gobierne mientras ella haga la finta. Con Otárola funcionó, pero a Adrianzén parece quedarle grandes los zapatos; por más “confianza” que haya ganado, los sectores que respaldan al actual Ejecutivo (y, por ‘default’, al vigente Legislativo) deberían ir pensando en su sucesor, uno a la altura del cinismo que requiere la situación. Quizás el reemplazante esté en la misma fotografía del estrenado Gabinete.

Escena dos

Un olor a tabaco y Chanel le recuerda al olor de la diplomacia –aquellos cócteles al atardecer en los jardines de residencias de embajadores– con la que sus familiares más cercanos habían alcanzado alto reconocimiento, aunque él, apenas encargos de segundo orden. Por esto, la sombra gris que se proyecta sobre su lánguido perfil la consideraba una injusticia –él dominaba la obra completa de Henry Kissinger, podía recitar de memoria las efemérides de las Fuerzas Armadas, sabía desde chiquito sentarse en manteles largos, apisonados por ocho cubiertos y tres copas–. Por eso no iba a quedarse de brazos cruzados. Entendió hábilmente que la degradación de los últimos gobiernos había llevado a Torre Tagle –al menos por unas semanitas– a ignotos parlanchines de apellidos (des)compuestos y que toda crisis es una oportunidad. Así que, llamadas por aquí, cafecitos por allá, logró que su carpeta reposara en el escritorio del despacho presidencial, justo en el momento de un eventual y desesperado cambio en Relaciones Exteriores. Al momento de ser convocado para la juramentación, se miró al espejo. Tenía un plan: armar una red de defensores del régimen en las principales representaciones diplomáticas del mundo. Sonrió, quizás también un tratamiento de blanqueamiento dental.

“La democracia peruana resiste”, a la comunidad internacional. No lo hace “Dina Boluarte”, el “Gobierno”, la “república”, ni la “Constitución”, sino la “democracia” (sic). Así alude a la táctica manida de polarizar creando un “nosotros” versus “ellos”, en la que la primera persona del plural es la única “demócrata”. Si bien, normalmente este enmarcado es empleado por los caviares (“No vamos a permitir que conviertan el Perú en la próxima Nicaragua”, decían del “peligroso autócrata” Manuel Merino), hoy lo practica la tribu conservadora (y es que en el Perú no hay partidos, aunque sí argollas ideologizadas). Esta última intenta una jugada que supone de ajedrez: la dupla Alfredo Ferrero-José Luis Sardón en Washington, García-Toma se acomoda en Nueva York, el bienintencionado Carlos Hakansson por el arrepentido Juan Jiménez Mayor en San José y la candidatura de Alberto Borea a la Corte respectiva, mientras Walter Gutiérrez hace millas desde Madrid. ¿'Real politik’ o sencillamente una criollada?

Escena tres

Siempre se preguntaba de qué le serviría haber firmado el padrón de militantes del partido que su comadre Patty había armado con tanto empeño. Un buen día, lo entendió. Un martes cualquiera, en pleno refrigerio y mientras disfrutaba su menú favorito a la espalda del ministerio donde trabajaba desde hacía ocho años en Jr. Camaná, su comadre llegó. “Hay una oportunidad”, le había ‘whatsappeado’ temprano, cuando quedaron en encontrarse. Efectivamente, se preparaban cambios ministeriales –algo había escuchado en la fotocopiadora esa mañana– y una de las cabezas que caerían sería la de su sector. Le importó poco, sinceramente, pues su puesto –la coordinación de la adjuntía de la dirección de un viceministerio– era incólume al ruido político. “¿Estás lista para ser ministra, comadre?”, le dijo Patty, mientras saboreaba su refresco de maracuyá. “¿Por qué no?”, respondió sin atorarse. Para sostener a este gobierno, el partido que con tanto empeño había armado su comadre –”Toda una emprendedora”, reflexionó– iba a entrar a la repartición de carteras y quién mejor que alguien de su confianza para asumir uno de los cupos. “Además, tú conoces el ministerio desde abajo”, la convenció. Comprometida, al final de ese día revisó su closet para planchar el conjunto negro que le había comprado a una ‘influencer’ por Instagram y con el que posaría para la foto oficial con el fajín. Ahora le preocupaba si desde mañana pudieran llevarle su chanfainita preferida al piso ocho, cuando ocuparía el despacho ministerial.

La presidenta Dina Boluarte ha empleado 52 ministros desde que reemplazó a Castillo hace 486 días. El expresidente empleó 81 ministros en 497 días. Evidentemente, muchas veces los inútiles pueden hacer tanto y más daño que los radicales.

Nota aclaratoria: En este texto, las escenas en cursivas no hacen referencia a ninguno de los 52 ministros del presente gobierno, sino al perfil de individuos que asumen estas funciones y a la forma de ‘scouting’ que se emplea regularmente para convocarlos.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Meléndez es socio fundador de 50+Uno, Análisis Político y Estrategia