Hace varios años, una política de derecha me comentaba, repasando sus inicios, cómo en una entrevista en televisión regional el conductor inició el encuentro con halagos a su físico y un pedido de “vueltita”, como para que el público diera el visto bueno a su anatomía. Convenimos en que, entre la agria sorpresa e incomodidad del momento y el capital político construido una década después, no solo hay años de distancia, sino todo un mundo de aprendizaje y resiliencia para combatir comentarios indignos, prepotentes y discriminadores.
Ha pasado tiempo y hoy en la agenda empresarial, política y pública se tiene una visión clara sobre la participación y el liderazgo de la mujer. El objetivo de tener la cancha pareja para que se compita en igualdad de condiciones en los diferentes ámbitos es un objetivo común. Ahora las manifestaciones que dañan la dignidad de un ser humano por el hecho de ser mujer se sancionan moral y legalmente.
Por eso ha hecho bien la Comisión de Ética en aprobar el informe que recomienda una suspensión de 120 días –sin goce de haber– al congresista Juan Carlos Lizarzaburu, quien el 13 de diciembre, en una sesión de la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales, se expresó de manera ofensiva y misógina contra Patricia Juárez, colega de su propia bancada.
La bancada de Fuerza Popular ha hecho su parte suspendiendo al congresista Lizarzaburu de sus derechos partidarios por seis meses. Ahora queda en manos del pleno aprobar la sanción correspondiente, a pesar de que para el mismo sancionado resulte una exageración. Lizarzaburu no solo representa el machismo de nuestra sociedad, sino también la violencia que impera en la discusión diaria.
Pero no es el único. Recordemos que en el Congreso hay más de un legislador denunciado por violencia familiar. Existen otros, como José María Balcázar, que justifican sin reparo el vetado matrimonio infantil y que se desaforó a Freddy Díaz, quien hoy enfrenta prisión preventiva por una presunta violación sexual.
Si bien se le atribuyen la defensa de la mujer y el activismo al progresismo, en una sociedad estructuralmente machista como la nuestra esta defensa no debe responder a una doctrina. Es posible ser una mujer de derecha y entender que, también en política, se necesita competir en una plataforma llana, donde puedan demostrar sus méritos. Es posible ser de derecha y comprender que las cuotas son importantes –aunque haya mucho que pulir– para que más mujeres se animen a participar y se alcance una adecuada representatividad. Es posible ser de derecha y denunciar el acoso político sin ser acusada de feminista.
Ojalá que cuando el Caso Lizarzaburu se vote en el pleno, las mujeres, sin importar su ubicación en el espectro ideológico, envíen el mensaje adecuado al resto de ciudadanas que a diario conviven con la misoginia y la violencia y a las que les importan poco las etiquetas.