En el proceso de decadencia política del Perú, tanto o más importante que el deterioro de las instituciones políticas son la degradación de la cultura política y el creciente poder de desestabilización de actores irresponsables. No hay posibilidad de que un marco institucional sólido o una reforma política ideal puedan funcionar si estás rodeado de actores políticos que traicionan la confianza ciudadana.
Cuando un presidente intenta un golpe de Estado fallido ridículamente concebido, cuando un ministro negligente se niega a renunciar tras ser incapaz de responder por las muertes de peruanos en protestas o cuando una congresista se niega a dar un paso al costado en la Mesa Directiva a pesar de que se ha demostrado que ha caído en contradicciones escandalosas mientras era blindada por el Congreso, el problema no es tanto de las instituciones, sino de que nuestra oferta política solo es capaz de ofrecer esta generación de la decadencia política peruana.
El descrédito de la política peruana ha fomentado varias anomalías dentro de nuestra representación, pero quizá una de las más preocupantes es la creación de una generación de políticos inmunes a la opinión pública. Si antes los villanos de la política eran discretos, ahora no dudan en aparecer en fiestas en las que departen con criminales, ni siquiera frenan para hacer control de daños y toman instituciones sin recato.
Es cierto que la prohibición de la reelección y la mercantilización de los partidos políticos y movimientos regionales funcionan como estímulos para renunciar a carreras políticas largas y profesionales. Pero no es menos cierto que muchos se han alejado de la política aterrorizados de terminar en la cárcel, porque la judicialización de la política no ha dejado a ningún político sin mancha. Como la cultura política peruana es barroca y le tiene aversión al vacío, ha decidido llenarla con esta nueva generación de la decadencia peruana que ocupa el lugar que otros dejaron vacante.
El asunto es que lo que muchos diagnostican como una enfermedad de la democracia peruana es más bien un síntoma de una enfermedad más grave que afecta a toda la sociedad, a la destrucción sistemática del proyecto de país. Más que una democracia enferma, lo que ha enfermado es el país. Esta democracia híbrida y subóptima no es más que el síntoma de una sociedad anegada en la insignificancia. Un reflejo menesteroso de esta debacle es la absoluta inconsciencia que rodea el debate político sobre la jubilación en el Perú.
No existe ningún congresista que haya decidido pensar en que el problema más grave de este espinoso debate reside en que la gran mayoría de peruanos en la informalidad está condenada a no tener ninguna pensión de jubilación. Las AFP han labrado con empeño su impopularidad, se han beneficiado escandalosamente por muchos años de un sistema que no ofrecía competencia alguna, pero son una parte insignificante del abrumador drama que se oculta tras la demagogia: somos una sociedad condenada a que cada uno baile con su pañuelo, incluso cuando seamos ancianos.
Una generación de políticos preocupados en afianzar su carrera política hubiera visto en este debate la oportunidad de capitalizar políticamente el momento y defender los intereses de millones de ciudadanos a los que se ha condenado a sobrevivir trabajando hasta morir. Pero la generación política de la decadencia peruana ni siquiera se ha ocupado del asunto. El Ejecutivo ha ensayado presentar una propuesta encarpetada desde hace muchos años, pero nadie nos ha dicho hasta ahora cómo van a sobrevivir los peruanos que ya no aportan ni están en capacidad de aportar para su jubilación.
Quizá, como sostiene Hugo Neira, es imposible librarnos de estas trampas que obedecen a una pulsión histórica de una desarticulación entre la ciudadanía y la ausencia de un Estado fuerte. La sociedad peruana lleva la simiente dañina de un irrefrenable individualismo que la condena a que cada uno baile con su pañuelo, que la enajena completamente de las aspiraciones colectivas y le deja el espacio propicio para que la generación de la decadencia política peruana gobierne. Mientras la presidenta se pasea y contempla el Baldaquino de San Pedro, quizá pueda reflexionar sobre el destino que le espera recordando que mientras los pontífices iban y venían, solo Bernini perduraba.