Cuando Alejandro Toledo entraba en prisión hace unos días, después de ser extraditado desde Estados Unidos, se cerraba un ciclo: todos los políticos peruanos que participaron en una segunda vuelta presidencial desde el 2001 han estado en prisión o con mandato de detención domiciliaria. Muchos celebran que tres expresidentes incluso compartan el mismo centro penitenciario. Sería una señal de que el sistema de justicia funciona y es implacable, excepto, claro, que no lo es.
Que todos los líderes de los proyectos políticos que fueron o pudieron ser gobierno estén o hayan estado tras las rejas puede ser justo o injusto según el caso específico, pero nadie negará que ha agotado nuestra confianza en la política y en la democracia. En clave nihilista, no sería exagerado asumir que la política peruana está terminando de morir –tanto la vieja como la surgida tras el 2001– y que nosotros la estamos matando.
En una mínima definición de democracia, donde se espera que las elecciones resuelvan los conflictos dentro de los canales institucionales que tenemos, el caso peruano es más que preocupante. No confiamos en que unas nuevas elecciones solucionarán nuestros conflictos –como muchas encuestas nos vienen advirtiendo desde hace mucho–; por lo tanto, la democracia peruana es cada vez más incapaz de resolver algo.
Cuando las personas creen que los resultados de una elección no tendrán ninguna consecuencia en su vida, comienzan a desconfiar del sistema y es corto el camino para volcarse contra el sistema. Como Adam Przeworski advierte, la democracia solo funciona bien cuando lo que está en juego no es muy poco ni es demasiado. Es muy poco si no importa quién gane, la vida del ciudadano no cambiará nada o cambiará muy poco. Si la democracia “no es ya democracia” y no importa quién gane porque igual se puede gobernar contrariando a ese electorado con tal de tener el respaldo del ‘establishment’, toda la literatura académica nos sugiere que el costo para la democracia en el futuro será altísimo.
Siete presidentes en seis años, unos vacados por incapacidad moral, otros renunciaron cuando el Congreso ya les había bajado el pulgar, iniciando un nuevo ciclo de tiempo crítico para la democracia peruana, que no ha terminado de revelarse como tal. Si Antonio Gramsci tiene razón cuando dice que la crisis surge cuando lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer, ¿qué es aquello que se ha muerto en el Perú? ¿Los partidos políticos? ¿El proyecto reformista del 90? ¿La descentralización fallida? ¿Las élites empresariales e intelectuales?
¿Qué es aquello que no puede nacer? ¿Una nueva dirigencia política? ¿Un nuevo diseño institucional? ¿Una nueva descentralización que atienda algunos niveles de autonomía? Todos los expresidentes elegidos por mandato popular gobernaron en medio de una pluralidad extrema de fuerzas políticas en el Congreso, una dispersión de poder tan salvaje que condena a la parálisis cualquier agenda política en el mejor escenario, o termina con el presidente destituido en el peor.
Desde hace muchos años la democracia peruana mostraba patrones alarmantes. La dispersión de poder que aparece ahora en la escena nacional ya era moneda corriente en los gobiernos regionales y municipales. La política nacional solo comenzó a tomar la forma de la política de las regiones donde abundan los movimientos políticos insignificantes que emprenden proyectos patrimonialistas, sin estímulos políticos para hacer carreras políticas largas y sin reelección posible, donde todo se convierte en una carrera contra el tiempo para vaciar el erario y tratar de dejar el menor rastro posible.
Desde Alejandro Toledo hasta Pedro Castillo, la democracia peruana se diluye entre una galaxia de proyectos políticos insignificantes que cada vez representan menos a los ciudadanos. Los políticos que ingresan a la carrera política no tienen ningún estímulo para formar proyectos políticos de largo aliento. Hay muchas explicaciones para el naufragio peruano.
El escándalo de corrupción Lava Jato no ha dejado presidente con cabeza en el Perú. No existe la reelección parlamentaria ni en los gobiernos regionales ni municipales, lo que desestimula la planificación de agendas políticas y aumenta las posibilidades de que mercaderes de la política deambulen alquilando sus franquicias. Los que veneran las cenizas se esmerarán por hacernos creer que no ha pasado nada en el Perú, que ya hemos despegado, que el statu quo debe mantenerse; cuando, por el contrario, es el momento para revitalizar los viejos debates sobre descentralización, diseño institucional y partidos políticos, para que lo nuevo pueda nacer, sobre todo si queremos que la democracia peruana todavía funcione para resolver nuestros conflictos. Si queremos democracia, claro está.