En los cuatro años y medio que pasé por la Facultad de Derecho, no recuerdo haberme topado con un solo compañero o compañera de estudios que revelara con entusiasmo que aspiraba a ser juez o fiscal. No recuerdo, tampoco, a profesor alguno que lo incentivara o que siquiera se mencionara remotamente como alternativa de carrera.
Eran tiempos complicados. Acababa de caerse el tercer gobierno de Alberto Fujimori y había mucha conciencia sobre cómo el sistema de justicia –incluidos el Ministerio Público y el Jurado Nacional de Elecciones– había sido capturado por el poder de turno. Recuerdo haber visto desfilando, además, a buena parte de los profesores de Derecho Penal defendiendo a los exfuncionarios que iban cayendo por casos de corrupción.
Cundía la sensación en los pasillos de aquella facultad de que uno podría ser exitoso con una práctica privada como abogado manteniéndose en buena medida al margen de las instancias judiciales, salvo que fuese suficientemente masoquista como para meterse de abogado procesalista. Pero sí era posible, aunque pareciera contradictorio, dedicarse al derecho haciéndose uno voluntariamente inconsciente del desastre en el que estaba enfrascado el Poder Judicial.
Había, eso sí, algunos pocos profesores, ya consolidados profesional o académicamente, que se habían comprado el pleito de impulsar una reforma del sistema de justicia y participaban de algo que se llamó Ceriajus, o Comisión Especial para la Reforma Integral de la Administración de Justicia. Estaban, por ejemplo, Javier de Belaunde y Guillermo Lohmann representando a la sociedad civil en el Foro del Acuerdo Nacional, sentados en la mesa con el entonces presidente del Poder Judicial Hugo Sivina; la fiscal de la Nación, Nelly Calderón; el ministro de Justicia, Baldo Kresalja; y el defensor del Pueblo, Walter Albán.
El sistema judicial peruano sigue en crisis desde esa época, pero habiendo transitado en estos últimos años desde el escándalo de Los Cuellos Blancos del Puerto hasta la actual crisis del Ministerio Público, bien vale la pena preguntarse: ¿sería posible intentar hoy algo parecido a lo que se quiso hacer con Ceriajus, propiciándose un espacio horizontal donde las autoridades de los tres poderes del Estado y los organismos constitucionalmente autónomos vinculados al sistema de justicia pudiesen debatir con los especialistas y representantes de la sociedad civil para plantear salidas a esta crisis?
Es muy difícil no responder con cinismo a esta pregunta. Estamos atravesando un momento en el que no parece haber una vocación genuina de reformar sino un intento deliberado de controlar o capturar a ciertas instituciones del sistema de justicia para favorecer intereses políticos o, en el caso de algunas personas, librarse de ir a la cárcel.
La politización de la justicia ha imbricado tanto una cosa con la otra que nos hemos olvidado de que la disfuncionalidad de nuestro sistema judicial genera impactos sistémicos en el país y en el ciudadano de a pie, que no puede hacer valer sus derechos porque los juicios no acaban nunca o porque las sentencias vienen “aceitadas” por la otra parte. Es imposible pensar en la crisis de inseguridad y no atarla también a la incapacidad de nuestros operadores de justicia de hacerle frente a la delincuencia con firmeza. Y, sin seguridad jurídica y predictibilidad judicial, se hace muy difícil atraer inversiones al país.
Mientras tanto, las cosas que se están proponiendo en el Congreso, como intervenir al Ministerio Público y suspender de un hachazo a todos los fiscales supremos (o destituir a todos los miembros de la Junta Nacional de Justicia), son, valga la redundancia, supremamente irresponsables. Poder Judicial y Ministerio Público son dos instituciones que no pueden dejar de funcionar ni siquiera para reformarse, aunque eso, por supuesto, convenga a quienes están siendo hoy investigados y preferirían que sus casos no avancen.
Nos ha costado mucho, pero ya hemos ido haciéndonos la idea de que política y economía no pueden ir por “cuerdas separadas”. Si ya dimos ese paso, tenemos que dar uno más: ni la política ni la economía pueden funcionar con un sistema judicial tan precario como el nuestro. Esta no puede ser la reforma que seguimos postergando porque nos parece tan compleja que ya asumimos que nunca va a darse. Sobre todo, cuando existe hoy el agravante de que la política ya no está ignorando el problema, sino que, al contrario, está empecinada en intervenir en él, pero para empeorarlo.