No necesitábamos más angustia. No teníamos por qué sumarle a nuestro miedo por la salud de nuestros padres e hijos y a nuestra incertidumbre ante el futuro económico, una crisis política insólita, agotadora, en la que todos los involucrados tienen un alto grado de responsabilidad y un profundo desprecio por los ciudadanos.
Y sí, desprecio, porque esos peruanos a los que el presidente Martín Vizcarra culpa por los altísimos niveles de contagio de COVID-19 y a los que el Congreso usa ofreciéndoles leyes inaplicables solo para ganar popularidad son los que se fajan solos, desde hace seis meses, para sobrevivir, sin bono, sin balón de oxígeno, sin autoridades competentes, sin nada…
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A esos ciudadanos, hartos de estar hartos, a los que ya no les quedan aplausos ni siquiera para agradecerles a los médicos y enfermeras que le miran los ojos a la muerte, ahora se les pide que salgan a sus balcones a defender a cacerolazos la democracia. ¿Qué democracia? ¿La que no fue capaz de ofrecerles, después de 20 años de crecimiento económico sostenido, una cama en un hospital? ¿La que se vanaglorió de un manejo económico impecable, pero que no se aseguró de que hubiese señal de Internet para todos los escolares del Perú? ¿O tal vez la que dejó que por cada gran obra ejecutada funcionarios y empresarios corruptos se llenaran los bolsillos de plata?
Pues sí, esa es la democracia que tenemos y esa es la que el peruano va a defender de una vacancia inoportuna y artera. Pero lo va a hacer porque necesita estabilidad para que sus días no sean un mar de incertidumbre, para saber que ese señor que era el presidente del Perú cuando se fue a dormir lo seguirá siendo cuando se levante.
Se equivoca Martín Vizcarra si cree que lo que tiene que invocar en estos momentos es el apoyo hacia su persona. Más allá de su popularidad, que sigue siendo alta, estamos frente a un mandatario que hace tiempo se dejó ganar por la soberbia. Que dejó de escuchar a los demás. Pero, lo más grave, es que estamos ante un presidente cuya voz se escucha en una grabación en la que aparentemente coordina con las personas de su entorno más cercano para alterar la información de la investigación que se le seguía por el Caso Richard Swing. Una conversación que, de corroborarse, mostraría que lo que estaba haciendo el presidente en su “reunión de trabajo” era inducir a falso testimonio a su personal; y eso es delito.
Ese presidente que hoy ha decepcionado a muchos peruanos y que no necesariamente se maneja con la misma transparencia que les exige a los demás se tiene que quedar hasta el 28 de julio; momento a partir del que se le tendrá que juzgar sin ningún miramiento, porque esas son las reglas de la democracia y de la institucionalidad. Porque, a pesar de que Vizcarra no sea la víctima en la que se quiere convertir, no podemos permitir que los apetitos políticos de un grupo de parlamentarios que solo busca satisfacer sus intereses personales coloquen al país en una situación imposible, en un abismo innecesario.
En los audios de Martín Vizcarra hemos descubierto a un presidente capaz de poner en riesgo la importancia de su cargo por relacionarse con personas tan peligrosas y desorientadas como Richard Cisneros. Hemos descubierto, además, a un líder menor, atrapado en las intrigas de su propio círculo de confianza.
Pero en las maniobras del congresista Edgar Alarcón, y de los parlamentarios que se han subido a su coche, prima el oportunismo como bandera, el ‘chavetazo’ como estrategia de campaña y el estar dispuesto a todo para llegar al poder.