El auge de China ha cambiado el mundo y está influyendo en las políticas de países tanto pobres como ricos.
El gigante asiático –según una narrativa común– se ha convertido en la segunda economía mundial a través de un modelo perspicaz que combina reformas de mercado con intervencionismo estatal. De esta manera, dentro de esta década sobrepasará a la economía estadounidense. Para ser exitosos y competir con China, hay que acercarse a su modelo.
Ese relato ha promovido medidas económicas nacionalistas alrededor del mundo como el proteccionismo, los subsidios y políticas industriales que buscan fomentar ciertos sectores económicos. La reciente ley estadounidense que autoriza el gasto de cientos de miles de millones de dólares para la producción de semiconductores es un ejemplo.
La evidencia, sin embargo, sigue poniendo en duda la imagen de una economía china imparable. Tan solo ayer, China reportó un crecimiento del 3% anualizado –muy por debajo de lo esperado de una recuperación pos-COVID-19 y muy por debajo del 9% anual que ha promediado desde 1978, cuando empezó a reformarse–.
La economía china, con los problemas que ha ido acumulando, se ha desarrollado de tal manera que un crecimiento relativamente bajo probablemente se volverá la norma. Por lo tanto, lo más probable es que jamás llegue a alcanzar a la estadounidense. Esa es la conclusión a la que están llegando ahora un creciente número de expertos.
Para el economista Ruchir Sharma, el crecimiento chino de largo plazo será de 2,5% “con suerte”. Un estudio del Lowy Institute prevé un crecimiento de entre el 2% y el 3% hasta el 2050. El Japan Center for Economic Research estimó algo parecido para la próxima década.
¿A qué se debe este aparente revisionismo? Una causa conocida desde antes es la demografía. Con una tasa de fertilidad en declive, hay cada vez menos personas en edad laboral y cada vez más jubilados. Para el 2050, un cuarto de la población tendrá por lo menos 65 años. China envejecerá antes de enriquecerse.
El impacto negativo económico será más grave porque, con su política “cero Covid”, China se mostró como un socio comercial menos confiable al cerrar grandes partes de su economía, poniendo así en duda las cadenas de suministro basadas allí. Además, hace más de una década, China empezó a revertir la dirección de sus políticas hacia un mayor protagonismo del Estado en la economía. Hasta entonces, fueron las grandes reformas de mercado las que habían producido el milagro chino.
Pero tal y como cuenta Johan Norberg en su libro nuevo “The Capitalist Manifesto: Why Global Free Markets Will Save the World”, China no puede vivir del éxito del pasado para siempre. El incremento del gasto público, la centralización de las decisiones económicas en el Estado, el mayor proteccionismo y las políticas industriales agresivas han creado enormes problemas.
Hoy, China tiene un problema de deuda enorme, quizás la mayor de cualquier país en desarrollo. El sector de bienes raíces está en crisis. La productividad económica está en declive porque, entre otras razones, el 80% del crédito bancario se destina a empresas estatales a pesar de que solo generan un cuarto del PBI. La productividad total de factores (una medición de la eficiencia productiva de la economía) fue negativa entre el 2011 y el 2019.
Todo esto sin contar las violaciones a los derechos humanos que van de la mano con el control económico del modelo chino y que incluyen la censura de los medios, el control de la información y la represión feroz de la sociedad civil y de las minorías religiosas y étnicas.
China no es un modelo a seguir. El declive en su crecimiento es una mala noticia para América Latina, pero no hay mucho que la región pueda hacer al respecto más allá de no copiar sus políticas fallidas.