En los últimos días se ha hecho más evidente que la estrategia del mal menor (y su complemento, el sentimiento anti) solo otorga victorias cortas y decepciones largas. Como consecuencia, se debilita aun más el sistema político al exacerbar la desconfianza y el sentimiento de traición.
Muchos optaron en su momento por Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala o Pedro Pablo Kuczynski porque consideraron que eran candidatos que enfrentaban a un mal mayor. Consecutivamente, en el 2001 fue García y los recuerdos de los años 80; en el 2006 Humala y el miedo al estatismo chavista; y en dos elecciones seguidas (2011 y 2016) el voto antifujimorista por el temor al autoritarismo de los 90 impidió que Keiko Fujimori llegara a la presidencia.
Parafraseando a Mario Vargas Llosa, los peruanos nos ponemos en situaciones en las cuales debemos decidir entre el cáncer y el sida. En todo caso, un porcentaje alto de la población debe elegir entre candidatos que están lejos de ser su primera opción. Si analizamos los resultados de las primeras vueltas desde el 2001, observamos que entre el 40% y 50% del electorado tuvo que decidir –en segunda vuelta– por un candidato que no fue su decisión inicial.
Todos los temores que han llevado a escoger el mal menor estaban parcialmente fundados y sería una insensatez minimizarlos. Nuestro electorado no ha tenido reacciones hepáticas como algunos aducen, sino más bien ha pensado en los peligros de entregarle el poder a la persona equivocada. Y hago hincapié en este punto, ya que el 75% basa su voto en la persona y no en la organización política.
La personalización de la política –otro rasgo distintivo de nuestra débil democracia– hace que el sistema sea más volátil aun. Es así porque los designios de la nación no están cimentados en organizaciones partidarias sólidas que cuenten con ideologías, planes y compromisos que brinden mayor seguridad al momento de emitir nuestro voto. Según el Barómetro de las Américas del 2014, solo el 19% de peruanos simpatiza con un partido político. En términos de militancia, los miembros (activos e inactivos) de partidos no llegan al 5% de la población, mientras que en Estados Unidos llegan a ser el 45%.
El problema con el mal menor es que es una base muy endeble para construir los sistemas y estructuras que necesita el país para enfrentar sus problemas más álgidos y profundos. Y es así porque en los procesos electorales no forjamos las alianzas y voluntades de largo aliento. A esto le debemos añadir la complacencia que ha producido una economía en crecimiento. Bastaba con poner el piloto automático al tema económico y nuestras autoridades sentían que estaban cumpliendo con la principal finalidad de gobernar.
Desde el 2001, las sensaciones poselectorales siempre han sido de triunfo sobre el autoritarismo, la corrupción y la impunidad. Todas victorias de la democracia. Cuando por fin se logra vencer al mal mayor, los electores del lado triunfante proyectan hacia el mal menor toda una serie de atributos y principios que son más bien propios, sean personales o de las organizaciones y movimientos a los cuales pertenecen. Los electores que posibilitaron la victoria –normalmente estrecha– se identifican con una imagen idealizada.
Sin embargo, esta sensación va desapareciendo cuando se empieza a descubrir a quién realmente se eligió y cuáles son sus prioridades. En nuestro medio político poco institucionalizado, esto normalmente implica que el presidente es un operador político pragmático que hace todo lo posible por mantenerse en el poder y cosechar sus beneficios. Va sacrificando así los principios y las esperanzas del grupo que –en un momento dado– sintió que era parte de algo mayor.
En este camino va perdiendo el apoyo ciudadano y de su propia organización política. Peor aun, se extiende un sentimiento de deslealtad. Al final, el sistema político termina más debilitado porque la confianza se ve traicionada una vez más. Y así se alimenta un círculo vicioso en el cual la política deja de tener cualquier atisbo de ser una noble práctica que concierta voluntades y conduce hacia el bien común.