“La experiencia histórica muestra que el populismo no es una ideología, sino una estrategia más para tomar el poder y, de ser posible, no soltarlo”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“La experiencia histórica muestra que el populismo no es una ideología, sino una estrategia más para tomar el poder y, de ser posible, no soltarlo”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Moisés Naím

Es la fórmula que describe la mengua de la democracia liberal: populismo más polarización más posverdad llevan al continuismo.

El populismo no tiene nada de nuevo. En teoría, es la defensa del pueblo noble (el ‘populus’) contra los abusos de las élites. En la práctica, es usado para describir fenómenos políticos muy diferentes – y , por ejemplo–. Por sí solo, es problemático. Cuando se junta con polarización y posverdad, su capacidad destructiva se multiplica.

Pocos líderes se autodefinen como populistas. Más bien, el término suele ser usado como un arma arrojadiza lanzada por sus adversarios políticos. Un error común es suponer que el populismo es una ideología. Hay populistas que defienden la apertura económica y cultural al mundo, y otros que, en cambio, son aislacionistas; unos que confían en el mercado y otros en el Estado. Los populistas ‘verdes’ priorizan la protección ambiental, mientras que los industrialistas favorecen el crecimiento económico, aun cuando este contamine el ambiente. Hay populistas de todo tipo.

La experiencia histórica muestra que el populismo no es una ideología, sino una estrategia más para tomar el poder y, de ser posible, no soltarlo.

Esto último es lo más peligroso. Un país puede sobrevivir y recuperarse de un gobierno malo cuyas conductas populistas dañan la economía, estimulan la corrupción y debilitan la democracia. Pero, mientras más se prolonga ese mal gobierno, más daño hace, más difícil es reemplazarlo y más larga y costosa es la recuperación del país.

Venezuela, por ejemplo, pudo haber sobrevivido a un período presidencial de Hugo Chávez. Pero lo que devastó a ese país, y está haciendo tan difícil su recuperación, son las dos décadas del mismo régimen inepto, corrupto y autocrático iniciado por Chávez y prolongado por .

El continuismo es el enemigo a vencer. Vimos sus efectos en el Perú de Alberto Fujimori, en la Argentina de los Kirchner, en el Brasil de Lula da Silva y Dilma Rousseff, en la Bolivia de Evo Morales y en la Nicaragua de los Ortega. Por supuesto que aferrarse al poder violando la Constitución, o cambiándola para alargar los períodos presidenciales, no es solo un fenómeno latinoamericano. Allí están la China de Ji Xinping, la Rusia de Vladimir Putin, la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y la Hungría de Viktor Orbán, por no mencionar la larga lista de longevos dictadores africanos.

El populismo y la polarización hacen buena pareja. Es normal que en una democracia haya grupos antagónicos que compiten por el poder. De hecho, eso es sano. Pero en los últimos tiempos hemos visto cómo, en muchos países, esa sana competencia ha mutado en una nociva polarización que atenta contra la democracia. La polarización extrema hace imposible que grupos políticos rivales logren concretar los acuerdos y compromisos que son necesarios para gobernar en democracia.

Los rivales políticos se convierten en enemigos irreconciliables que no reconocen la legitimidad del ‘otro’, no aceptan el derecho de ese ‘otro’ a participar en la política o, mucho menos, a que llegue a gobernar.

Crecientemente, las diferencias que suelen dividir a las sociedades (desigualdad, inmigración, religión, región, raza o la economía) dejan de ser la fuente primordial de la polarización, abriéndole paso a la identidad grupal como el factor que determina las preferencias políticas. Además, esta identidad suele definirse en contraste con la identidad del ‘otro’, la del adversario. Desde esta perspectiva, todo se hace más simple; no hay grises y todo es blanco o es negro. O eres ‘de los míos’ o eres del grupo cuya existencia política no tolero.

Es así como fomentar la polarización profundizando los desacuerdos existentes y creando nuevas razones para el conflicto social se vuelven potentes instrumentos al servicio del continuismo. El ‘nosotros’ contra ‘ellos’ moviliza y energiza a los seguidores quienes, activados y motivados a enfrentar al ‘otro lado’ cuya identidad social y política aborrecen, se convierten en una importante base de apoyo de quienes se aferran al poder exacerbando divisiones.

Pero al populismo y a la polarización se le ha juntado un nuevo vicio, mucho más moderno: la posverdad.

Desinformar, confundir, alarmar, distorsionar y mentir se hace más fácil y su impacto se amplifica gracias a la nueva arquitectura de la información, en la que les creemos menos a las instituciones y más a nuestros amigos. En las democracias de hoy, la verdad es lo que mis amigos de Facebook, Instagram o Twitter creen que es verdad. Aunque sea mentira.

Populismos destructivos siempre ha habido, y polarizadores también. Las sociedades los sufren y los superan. ¿Cómo? Aferrándose a la verdad. Hoy, ese viejo mecanismo de defensa está desfalleciendo. La posverdad amenaza los anticuerpos que las democracias usan para curarse de los populismos. Hoy están pasando de ser crisis agudas a ser condiciones crónicas donde la mendacidad es la norma. Cuando se desdibuja la línea entre la verdad y la mentira, se pierde la principal arma que teníamos para deshacernos de las aspiraciones continuistas que los populistas siempre han tenido.

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