Carmen McEvoy

Hace pocos días nuestro representante ante la OEA evadió a un periodista que le solicitaba su opinión respecto a la indefendible presidencia de Pedro Castillo. La recomendación puntual de Harold Forsyth fue que dirigiera sus cuestionamientos a , cuya estatua adorna el parque del Congreso en el que ocurrió el extraño diálogo. A partir de esa suerte de acertijo distractivo, “Pregúnteselo a Bolívar”, vino a mi memoria el análisis lapidario del caraqueño respecto al “nudo del imperio”, que tanto él como su ejército grancolombiano intentaron infructuosamente desatar. “La cuestión del es, como decía de Pradt hablando de los negros de Haití, tan intrincada y horrible que, por donde quiera que se le considere, no presenta más que horrores y desgracias y ninguna esperanza, sea en manos de los españoles o en manos de los peruanos”.

La lectura de la realidad política peruana, cuya estabilidad era constantemente desbaratada por sus bandos en conflicto, resultó precisa y, si se tiene en consideración las guerras civiles por venir, hasta profética. Ello no sorprende proviniendo de un político experimentado como Bolívar, que definió al Perú como un “campo de Agramante” en el que los patriotas, a pesar de tener a los realistas y a la peste al frente, no llegaban a acuerdos mínimos. Opinión que, aunque certera, no debe hacernos olvidar de la participación directa del discípulo de Simón Rodríguez en el desbarajuste político, que antecedió y sucedió al nacimiento de nuestra república. Porque las vanguardias bolivarianas llegaron con el encargo de promover la división entre los peruanos, fomentando incluso la traición y la delación entre quienes fueron enemigos jurados de una política de exaltación personal. En un escenario en el que el objetivo final era obtener la dictadura suprema, todo estaba autorizado, incluida la muerte física o simbólica del adversario. Eso no fue todo, la correspondencia entre Bolívar y Francisco de Paula Santander, solicitando desesperadamente que se mantuviera en el Perú a los soldados grancolombianos desmovilizados con la finalidad de evitar la anarquía en su lugar de origen, evidencia la toxicidad, propia y extraña, con la que nacimos a nuestra vida independiente.

En “Patrias Andinas, patrias citadinas: episodios de una República naciente” (Planeta, 2022) –un trabajo colectivo donde Gustavo Montoya y yo viajamos a los orígenes de la tortuosa cultura política peruana– se analizan algunas claves, entre ellas la traición, en un escenario de lucha brutal por el poder. Ahí se ensaya, también, la viralización de noticias falsas para descolocar y menoscabar al oponente. En efecto, a Lima y a sus “plumíferos y publicistas” se les asignó la tarea de crear una “niebla de la guerra” que confundía a las mentes más ecuánimes. Considerando este modelo binario en el que “el otro enemigo” deberá ser destruido, apelar a la memoria colectiva constituye un ejercicio de sobrevivencia para una república desquiciada y a punto de implosionar, como es el caso de la nuestra. Porque luego de la denuncia constitucional contra el presidente Castillo y las violaciones sexuales en el Congreso y en el ‘Pentagonito’, tan solo nos falta una balacera en el salón de los espejos de Palacio de Gobierno para completar la trilogía del horror; pan de cada día de un país sufriente que enterró más de 300 mil muertos por el COVID-19.

El concepto del “Estado como botín”, una tradición heredada y llevada a los límites de la desfachatez y el cinismo por la actual administración, se instala tempranamente al igual que la traición y el “cambiamiento” (golpe de Estado) con una variedad de ficciones que lo avalan. Con la finalidad de deshacerse de los inquilinos de Palacio de Gobierno, que perturban la llegada de nuevas oleadas de vampiros ansiosos de nutrirse de la prebenda estatal, se irá forjando ese mecanismo que aún pulveriza recursos y nos degrada como sociedad. Existen batallones de buenos servidores públicos resguardando, con coraje, el bien común, pero lo que finalmente se impone es la rapacidad ilimitada y, a su lado, la mentira justificatoria. Por eso, cuando escuchamos al presidente Castillo declarar que está dispuesto a que su sangre “corra por la calle en beneficio del pueblo” le recordamos respetuosamente que lo que esta república agónica realmente requiere no es más drama y mucho menos declaraciones huecas y altisonantes. Lo que millones de ciudadanos honestos demandamos es un liderazgo patriótico que eleve al Perú para conducirlo por el camino del bienestar, material y moral, que su grandeza merece.

Carmen McEvoy es historiadora