El asesor en la sombra entró en el despacho de la presidenta de la nación con malas noticias:
-Seguimos bajando en las encuestas -dijo.
La presidenta bajó el volumen de un programa de chismes en la televisión, miró al asesor, se replegó en un gesto agrio y dijo:
-El problema es mi cara.
Luego añadió:
-Quiero tener otra cara. Quiero tener una cara que me dé carisma.
El asesor carraspeó, se dejó caer en un sofá y dijo, apesadumbrado:
-Eso es imposible, madame presidenta.
A la presidenta le gustaba que él la llamase así, madame presidenta.
-No es imposible -dijo ella-. Voy a operarme la cara.
-¿En serio? -dio un respingo el asesor.
-Sí -dijo la presidenta, y se puso de pie.
Era gruesa, de corta estatura, y tenía la maciza silueta de un frigorífico portátil. Su rostro, el rostro que ella repudiaba, estaba tensado por un rosario de imperfecciones, unos conflictos sin solución aparente: la nariz de gancho como si fuera un ave rapaz, la boca chueca de batracio veterano, los pómulos arrugados, los ojos desiguales, uno más grande que el otro, y las orejas como aletas de tiburón. La señora no era agraciada, nunca lo había sido, y desde luego era consciente de aquella pequeña desgracia.
-Quiero tener una cara como la de ella -se ilusionó, señalando con la mano derecha a la famosa conductora del programa de chismes, que hablaba a los gritos en la televisión.
-Imposible -se resignó el asesor-. Esa señora se ha planchado mucho la carrocería. Ha gastado una fortuna en el extranjero.
-No hay imposibles, sino incapaces -dijo la presidenta.
Luego le prometió al asesor en la sombra:
-Si me arreglan la cara, si me dejan una cara bonita, con carisma, subiremos en las encuestas.
-Lo veo jodido, madame -dijo el asesor-. Harto jodido.
La presidenta seguía sorprendida y hasta asombrada de ser presidenta. No la había elegido el pueblo. Había sido elegida vicepresidenta sin que nadie supiera nada de ella, ni siquiera su nombre, menos todavía sus ideas, unas ideas que ella también desconocía. Pero el presidente, su jefe, había sido destituido por el Congreso, acusado de ser moralmente incapaz, pues las cámaras del programa de chismes lo habían pillado saliendo borracho de un meretricio y orinando en la vía pública. Las imágenes del presidente ebrio, meando de noche en la calle, agitándose el colgajo que goteaba, emitidas en cámara lenta y con música truculenta por el programa de chismes en la televisión, habían sido devastadoras para él. Indignados, los congresistas lo habían guillotinado sin miramientos. La vicepresidenta, ávida de ocupar el cargo del sujeto caído en desgracia, había dicho:
-Se ha meado sobre el honor de la patria. Merece pena de cárcel.
Repudiado por sus compatriotas, el expresidente incontinente se había marchado al exilio y la vicepresidenta había jurado completar su mandato de cinco años. Sin embargo, apenas llevaba un año de los cuatro que debía gobernar y su gestión parecía un fiasco.
-Con una nueva cara, el pueblo me amará -le dijo a su asesor en la sombra.
Semanas después, la presidenta se operó la cara en absoluto secreto. Les dijo a sus ministros que se iría de retiro espiritual a las montañas, a sus hijos que se haría una liposucción y a los periodistas que se llamaría a una estoica cura de silencio. Solo su asesor sabía la verdad: la madame presidenta fue sometida a una masiva operación de cirugía estética que le reconstruyó la nariz, los labios, los pómulos, las cejas y la frente. Antes de ser dormida con anestesia general, le dijo al doctor:
-Quiero verme linda, sexy, carismática. Quiero que mi pueblo me ame.
Los días siguientes, recluida en su casa, temerosa de los espejos, fueron traumáticos para ella. Tenía la cara hinchada, cortada, amoratada, cubierta por vendas. Le daba pavor retirar las vendas y ver el rostro que le habían redibujado. Tenía pánico de verse fea.
-En ese caso, renuncio -pensaba.
Pasaba el día en camisón, con pantuflas, en su dormitorio, tomando analgésicos, leyendo los periódicos y viendo las noticias en televisión. Nadie se preguntaba dónde estaba la presidenta, qué había sido de su vida. Nadie parecía extrañarla, advertir su ausencia. Las noticias eran las de siempre: los robos de los políticos, los juicios a los expresidentes, los amoríos entre los futbolistas y las vedettes y los viajes a todo trapo de la conductora del programa de chismes.
Dos semanas después de la operación, la presidenta se descubrió por fin la cara, se examinó minuciosamente frente a un espejo y se dijo a sí misma:
-No está mal. Me gusta.
Sin embargo, cuando regresó a la casa de gobierno y presidió el consejo de ministros, se sorprendió de que nadie le dijera que se veía distinta, más bonita y rejuvenecida, menos narigona y ojerosa, menos diezmada por las arrugas. Nadie en el gabinete notó que la presidenta había cambiado de cara, nadie le encomió el nuevo semblante ni la piropeó.
-Esta más linda que nunca, madame -le dijo su asesor, tratando de confortarla-. Le han quitado diez años.
-¿Cómo vamos en las encuestas? -preguntó ella, ansiosa, mordiéndose las uñas.
-Veinte por ciento aprueba su trabajo, ochenta por ciento lo desaprueba -informó el asesor.
Aquellos números desfavorables no mejoraron con el pasar de las semanas. Aunque la presidenta trataba de lucir bella, elegante, rejuvenecida y carismática, siempre sonriendo, las encuestas le daban una paliza cruel, la sumían en una profunda depresión. Al ver que la operación estética había fracasado, pues la inmensa mayoría seguía repudiando su gestión, la presidenta, golpeada en la zona más sensible de su orgullo, le dijo a su asesor:
-No me quieren porque soy mujer. Me irrespetan porque soy mujer.
El asesor se sorprendió:
-¿De veras cree eso, madame?
-Claro -dijo ella-. Este es un país machista. Yo soy la primera presidenta de la historia. No me quieren por eso.
Se hizo un silencio opresivo.
-Si fuera un hombre con mano dura, el pueblo me amaría -continuó-. Pero como soy una señora gorda y fea, los hombres me miran para abajo.
-Sí, madame -dijo el asesor-. Este es un país machista. Harto machista.
La presidenta se quedó cavilando, meditando, caminando en círculos, hasta que por fin anunció:
-Voy a dar un golpe.
-¿Va a cerrar el Congreso, madame?
-No -dijo ella-. Un golpe de género.
-¿Cómo dice? -se sobresaltó el asesor.
-Me voy a convertir en hombre -anunció la señora, inquietante la mirada, ahíta de ser una dama-. Me voy a operar.
-¡No, madame, no! -bramó el asesor-. ¡Al pueblo no le va a gustar!
-¡Le va a encantar! -dijo la presidenta-. ¡Me van a respetar cuando les diga que soy un hombre bien macho, que dice lisuras y orina parado!
Luego citó a Maquiavelo, a quien había leído después de la operación, cuando se encontraba recluida en su casa, con el rostro impresentable:
-El vulgo se deja cautivar siempre por la apariencia y el éxito. La política no tiene relación con la moral.
Con la oposición de su asesor en la sombra, la presidenta se sometió a una operación de cambio de sexo, o cirugía de reasignación de género, en un país extranjero. Le removieron los senos, planchándole el busto, y le reacomodaron las partes privadas, de modo que tuviese un pene diminuto, hecho de tejidos de otras partes del cuerpo. Tras regresar a su país, dio un mensaje televisado a la nación. Vestida, peinada y maquillada como un hombre, la presidenta anunció, sin que le temblara la voz:
-Ya no soy una mujer. Ahora soy un hombre. Es un sacrificio que hice por el bien de la patria.
A continuación, añadió:
-Anuncio que a partir de hoy mi gobierno será de mano dura. Antes era una señora que creía en la democracia. Pero eso, compatriotas, no funciona. La gente confunde buenos modales con debilidad. Ahora voy a gobernar como el dictador con mano dura que ustedes esperaban. Mano dura contra el crimen y los políticos ladrones, mano dura contra los ilegales que vienen a robarnos los trabajos y los futbolistas borrachos que orinan en la calle.
Después hizo una pausa y resumió el golpe maquiavélico:
-Se acabó la mano blanda. Viene la mano dura. ¡Viva la mano dura, carajo!
Al día siguiente, el asesor en la sombra y la presidenta devenida presidente no cabían de euforia en sus zapatos: la aprobación presidencial se había disparado treinta puntos después del discurso, pues la gente celebraba que la señora, por el bien del país, se hubiese convertido en un mandatario mandón, sin consideraciones por las formas democráticas.
De pronto convertido en un líder popular, el ahora presidente autocrático visitó el programa de chismes de la televisión, habló con palabras soeces, escupió un par de veces en el piso del plató y aludió con procacidades lujuriosas a las vedettes que más le gustaban. Además, dijo que su pasión era el fútbol y sentenció:
-Si los futbolistas de la selección no clasifican al mundial, irán todos presos por inútiles.
Al día siguiente, el asesor en la sombra bailaba de alegría, leyendo las encuestas al presidente:
-¡No paramos de subir! ¡El pueblo nos ama! ¡El pueblo quiere mano dura!
Desde esa semana, el presidente anunció que todos los jueves por la tarde se jugaría un partido de fútbol en la casa de gobierno, patio principal, cancha de cemento, un juego que sería televisado por el canal público y enfrentaría al equipo del gobierno con el de la oposición. La oncena del gobierno sería capitaneada por el presidente, con la camiseta número diez. El equipo de la oposición estaría integrado por congresistas de provincias. No jugaría ninguna mujer. Vestido con la camiseta de la selección nacional, el presidente exhibió una notoria inhabilidad con la pelota, pateándola siempre con la punta de las zapatillas, como si quisiera desinflarla, y una tendencia irrefrenable a dar patadas, codazos y salivazos a los rivales, a quienes trataba de rebajar, diciéndoles vulgaridades y metiéndoles la mano. Cuando convertía un gol, el presidente corría hacia una cámara de televisión y, como si fuera un travesti rollizo que de pronto se creía el rey del fútbol, gritaba:
-¡Gol, carajo, gol! ¡Que me chupen los huevos los de la oposición!
Fue así cómo, gracias a convertirse en varón, y en dictador, y en futbolista aficionado, el presidente encontró por fin la manera de que su pueblo lo amase.
-Va a arrasar en su reelección, si se presenta, monsieur presidente -le dijo su asesor, después del partido.
-Todo sea por el bien de la patria -dijo el presidente, y enseguida tomó una cerveza bien fría y eructó.
El asesor se retiraba del despacho, eufórico, cuando el presidente le recordó:
-Consígueme el teléfono de la vedette esa que te he pedido.
-Claro, monsieur presidente -sonrió el asesor.
-Quiero salir con ella -dijo el presidente-. Quiero cepillármela. Quiero que los programas de chismes se enteren.
-Sus deseos son órdenes -se rebajó el asesor.
-Te aseguro que subiremos todavía más en las encuestas -dijo el presidente.
Luego recordó sus lecturas de Maquiavelo:
-Cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres.