El próximo gobierno recibirá una economía en estado catatónico. Si bien es cierto deberíamos ver un crecimiento de las exportaciones producto de la entrada en producción de importantes proyectos mineros, en el lado de la demanda interna las cosas no lucen bien.
Por un lado, la inversión privada estaría registrando dos años consecutivos de caída, -1,7% y -6% para el 2014 y el 2015, respectivamente, lo cual estaría generando caídas en empleo y menores incrementos salariales, lo que a su vez afectará el consumo privado en el 2016. Por otro lado, la tendencia reciente de la inversión privada se acentuaría por el compás de espera hasta ver qué hace el nuevo gobierno; así, en el mejor de los casos la inversión privada solo registraría una ligera caída en el 2016.
Cambiar las expectativas de los agentes económicos se puede hacer con anuncios y propuestas desde un inicio, incluso desde que se confirme el triunfo electoral en segunda vuelta, pero el impacto en reactivación de la inversión privada solo se vería en el 2017 y su propagación y efecto multiplicador a través de más empleo y, por tanto, mayor consumo tendría que esperar hasta el 2018.
En este escenario, el próximo gobierno no debería enfocarse en medidas de demanda de corto plazo, porque tendrían un impacto muy limitado sobre la actividad económica y el empleo. Además, desenfocarían la atención en temas de largo plazo que son los verdaderamente relevantes.
En ese sentido, en los primeros meses de gestión, el nuevo gobierno debería priorizar su atención en el ámbito político a la aprobación de las reformas estructurales que considere que incrementan la productividad y que, además, tendrían un impacto positivo en las expectativas de los agentes económicos; y en el ámbito de gestión pública, en impulsar un programa masivo de infraestructura.
La inversión en infraestructura tiene seis impactos positivos, lo cual es muy raro en las reformas o políticas públicas. Primero, genera un estímulo inmediato sobre el empleo y demanda interna, lo que ayuda a reactivar la actividad económica en el breve plazo. Segundo, si es correctamente financiado, produce un impacto inmediato sobre las expectativas de los agentes económicos. Tercero, genera un aumento en la productividad total de factores, afectando positivamente el crecimiento de largo plazo. Cuarto, la infraestructura es el arma más potente para luchar contra la pobreza y la desigualdad, mejorando directamente las condiciones de vida y el acceso a mercados de la población e indirectamente a través del empleo que genera en el corto y largo plazo. Quinto, una agenda de infraestructura a escala nacional abre espacios de comunicación y alinea los intereses entre el gobierno nacional y los distintos líderes regionales y locales, ayudando a la gobernabilidad del país. Sexto, al mejorar las condiciones de vida de la población y aumentar el empleo, hace que sea más fácil que se acepten reformas estructurales, que pueden percibirse como negativas para la población. Las buenas condiciones económicas ayudan a mantener alta la aceptación y el capital político del gobierno, lo cual puede usarse para implementar reformas estructurales.
Absurdamente este gobierno no tomó las medidas para incrementar el gasto en infraestructura y terminamos con una caída de -2,4% en inversión pública para el 2014 y una caída estimada de -5% para este año, acentuando la desaceleración económica.
El siguiente gobierno deberá despercudirse de la modorra e inacción existente. La buena noticia es que existen recursos para hacerlo. A escala fiscal la economía peruana es de las más sólidas de América Latina y deberíamos usar esa capacidad para financiar este empujón inicial, aunque incurramos en un déficit fiscal más alto temporalmente. En un par de años deberíamos regresar a un tope de déficit fiscal de 1% del PBI, pero controlando el crecimiento del gasto corriente de tal forma que se pueda llegar a niveles de inversión pública respecto al PBI de 8%.
Para lograrlo, es importante que se regrese a la regla fiscal anterior, que explícitamente limitaba el crecimiento del gasto corriente, permitiendo que aumentos extraordinarios en los ingresos vayan a financiar infraestructura. No hacerlo nos llevará a caer en la tentación de aumentar el gasto corriente en detrimento del gasto de capital, porque en el corto plazo tiene más rédito político subir los sueldos o regalar plata que hacer un puente o una carretera.