Parece magia, pero en realidad la aparición de una palabra para describir una condición puede dar origen a una explosión de interés en el estudio de un fenómeno.
Así sucedió cuando, a mediados del siglo pasado, los economistas reemplazaron la palabra ‘retrasadas’, que con cierta carga peyorativa definía a las naciones pobres, para después referirse a ellas como ‘economías en vías de desarrollo’. Esa manera distinta de expresar la condición de una nación contribuyó al enorme interés que se despertó por el estudio del crecimiento y el desarrollo económico, emergiendo como nuevas ramas de la economía.
Lo mismo ha sucedido con el estudio de la pobreza, un término que hoy ocupa la mente de brillantes economistas, pero que hace poco tiempo solo describía algo que no merecía mayor atención ni estudio. Es solo a partir de 1968, con la llegada de Robert McNamara a la presidencia del Banco Mundial, que la palabra ‘pobreza’ adquiere la importancia que hoy tiene y se convierte en materia clave del quehacer de economistas.
McNamara, antes secretario de Defensa y personaje central en la guerra de Vietnam durante las administraciones de los presidentes Kennedy y Johnson en Estados Unidos, fue quien cambió fundamentalmente la orientación del Banco Mundial desde su anterior ‘estilo Wall Street’ al instaurar una mayor preocupación por el tema de la pobreza.
Es su obsesión con esa palabra, pronunciada decenas de veces en cada discurso, lo que a la postre influenciaría a toda la institución. McNamara multiplicaría su tamaño y encendería el interés de generaciones de economistas en los temas de crecimiento y pobreza, productividad y crecimiento, equidad y crecimiento, pobreza rural, pobreza extrema (él la llamó absoluta) y muchos otros relacionados con la vida del 40% más pobre de la población mundial.
Es curioso que en el Perú la preocupación por la comprensión, medición y análisis de la pobreza naciera también en el Banco Central de Reserva, una institución que todos asociamos con temas fríos como la estabilidad de la moneda, la conducción de la política monetaria, la tasa de interés o el manejo de las reservas internacionales. Fue su entonces presidente, Richard Webb, quien en 1981 creó la Oficina de Estudios Sociales, donde se empezó por primera vez a analizar el mapa de la pobreza en el Perú, basándose inicialmente en los censos de población y vivienda. Más adelante el análisis se volvería más riguroso, al iniciarse la aplicación de la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho).
Hoy el alivio de la pobreza es tema y preocupación central de todos los gobiernos de países en vías de desarrollo. Y más allá del evidente imperativo ético, el verdadero criterio y medida de buen gobierno en nuestros países se expresa en términos de la calidad de las políticas públicas que permitan sacar de la pobreza de manera sostenible a vastos sectores de la población, dar sentido a sus vidas y permitirles también contribuir al progreso de toda la sociedad.
Surge entonces la pregunta de cómo lograr tan loable objetivo. Y es aquí donde los peruanos hemos sufrido hasta el cansancio la repetición de otra palabra: ‘inclusión’. Peor aun, en un simulado intento de transmitir empatía con los pobres, el gobernante de turno nos insta peligrosamente a ‘incluir para crecer’, poniendo la palabra ‘inclusión’ como un medio y al crecimiento como un fin –una evidente confusión acerca de cuál es el objetivo que persigue su gobierno–.
En realidad, es el crecimiento de la economía aquello que ha permitido cortar la pobreza a la tercera parte, multiplicar los empleos y aumentar los ingresos. Es el crecimiento lo que posibilita la transferencia de enorme cantidad de recursos hacia las regiones, generando también por primera vez en décadas que los ingresos en las zonas rurales aumenten más rápidamente que los de las áreas urbanas. Esto último, en gran medida, gracias a la conectividad que traen la vialidad y las telecomunicaciones, como ha documentado detalladamente Richard Webb.
Desafortunadamente, la disminución de la pobreza se ha frenado –cayó menos de un punto en el 2015– con la desaceleración del crecimiento, y nos hemos quedado con el único recurso de los programas sociales. El propio ministro de Economía ha declarado que “sin programas sociales la pobreza en el Perú habría aumentado”, para luego contradecirse al expresar que el 60% de las magras nueve décimas de punto de la reducción de la pobreza se debe a la estrategia de incluir para crecer, instándonos, al parecer, a imitar el modelo brasileño.