Dentro de todos los temas que está revisando el actual Congreso, es muy posible que no haya otro tan ambicioso y complejo como la reforma del sistema de pensiones. Las ideas van y vienen –desde las interesantes hasta las pésimas–, y es que no hay una sola manera de armar el muñeco. Experiencias de otros países sirven, pero el punto de partida del Perú –con un sistema público y uno privado en competencia, amplia informalidad laboral, bono demográfico aún presente aunque en caída y otras características– nos fuerza a adaptar las mejores prácticas a nuestra realidad. En medio de esta discusión, en la que es demasiado fácil perderse entre las ramas, hay tres principios básicos que deben respetarse.
El primero y más relevante es la inclusión. En un mes cualquiera, solo uno de cada cuatro trabajadores aporta para su pensión, sea en la ONP o en una AFP. El resto son independientes o informales. Es decir, para la gran mayoría, el sistema es relativamente irrelevante, lo que se agrava con las millones de cuentas vaciadas por los retiros de las AFP. ¿Qué clase de sistema de protección es ese? ¿Para quiénes estamos legislando? Es materialmente imposible construir mecanismos de cobertura para la vejez en esas condiciones.
Lo que se necesita son canales para que el ahorro previsional voluntario sea atractivo y muy fácil, de modo que sea masivo y ya no esté atado a tener un empleo formal dependiente, como ahora. Pensemos, por ejemplo, en copagos del Estado (por cada sol ahorrado voluntariamente en tu cuenta personal, el Tesoro pone uno más, por decir algo) a través de deducciones automáticas en billeteras electrónicas, recibos de servicios públicos, cuentas bancarias, consumos en negocios afiliados o cualquier mecanismo de pago extensivo a la gran mayoría de la población. Ese es el tipo de innovación urgente que el sistema necesita para dejar de ser útil para apenas una minoría. Esa debe ser la prioridad.
Lo segundo es el respeto por las cuentas de ahorro individuales, cuidándolas de mecanismos que, de un modo u otro, las vuelven parcialmente colectivas o sujetas a la voluntad del gobernante de turno, como sucedió en Argentina o Bolivia. Respecto de lo primero, sería un sinsentido impulsar una reforma de pensiones que, al hacer colectivo el ahorro previsional, lo desincentiva (¿quién va a aportar voluntariamente al fondo de alguien más?), hace aún menos atractiva la contratación formal y menos justo el resultado (el esfuerzo de quien ahorra más no se ve reflejado en igual magnitud en su pensión final, sino en la de otra persona). La solidaridad en el sistema se debe introducir a través de contribuciones del fisco –como sucede en cualquier otro gasto social–, no a través de impuestos encubiertos a los trabajadores.
En tercer lugar: sostenibilidad fiscal. Cualquier reforma –especialmente la que requiere la ONP– va a costar plata. Eso hace necesario que el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) tenga un papel protagónico en el diseño y evaluación de la reforma, aun si quien la debe aprobar es el Congreso. El MEF es la institución mejor preparada para evaluar costos de largo plazo y la única con iniciativa de gasto. Y mientras más tardemos en implementar una reforma fiscalmente responsable, más costará hacerla en el futuro. Un punto relacionado aquí es que el uso del dinero público para complementar pensiones debe ser únicamente destinado a ayudar a los más vulnerables y promover su ahorro. Nada más.
Hay muchísimos temas complementarios (comisiones variables en los administradores de las cuentas, interacciones con el mercado laboral y la informalidad, planes de transición para la ONP, etc.), pero estos tres principios –inclusión, cuentas individuales protegidas y sostenibilidad fiscal– deben servir para enmarcar la discusión básica. Para no perderse entre las ramas, partir por la finalidad y las limitaciones de cualquier sistema es el primer paso.