Un escándalo de grandes proporciones conmueve los cimientos del sistema universitario norteamericano, donde laboro desde hace más de un cuarto de siglo. La truculenta historia que involucra a una gama de actores –desde administradores de los exámenes de ingreso (SAT) hasta entrenadores deportivos– evidencia la presencia de una trama corrupta en un proceso de admisión complejo, que además se ufana de ser justo y transparente. Desafortunadamente, eso ya es historia pasada. Ahora se ha descubierto que padres ricachones escriben cheques de seis cifras con la finalidad de meter a sus hijos en universidades altamente competitivas, tirando por la borda el mérito, el talento y el trabajo duro, pilares de la movilidad social en toda república que se precie de serlo. Porque por cada hijito de papá, con estatus VIP, existen cientos, sino miles, de adolescentes que a pesar de quemarse las pestañas estudiando no alcanzarán uno de los tan anhelados cupos. Tengo dos hijos que pasaron por el proceso de admisión en Estados Unidos y entiendo perfectamente la frustración que suscita la carta de rechazo, pero también la explosión de alegría que sucede al “felicitaciones, usted ha sido admitido”. Una experiencia inolvidable que, por ejemplo, le fue ajena a un par de glamorosas artistas de Hollywood, quienes ya sabían de antemano que sus hijas entrarían como por un tubo a una Ivy League. Ello a pesar de que una de ellas anunció en sus redes sociales que la universidad le interesaba un pepino, ya que lo suyo era ser ‘influencer’ y saltar de fiesta en fiesta con un Martini en la mano.
La historia de Varsity Blues, una operación a cargo del FBI con la finalidad de desbaratar una red criminal para favorecer a los hijos de artistas, banqueros, dueños de emporios tecnológicos, médicos e incluso abogados famosos, ilumina la discusión sobre el mérito versus el privilegio. En “Excellent Sheep” (2004), un libro pionero en la crítica sobre la falta de visión y rumbo de ciertas universidades de Ivy League, el profesor William Deresiewicz denunció no solo “la flexibilidad” frente a los resultados de los SAT al tratarse de estudiantes afluentes, sino que subrayó cómo muchos se encontraban atrapados por las decisiones de sus padres y el mundo convencional que estos deseaban para ellos. Aquella zona de confort con trabajos aburridos pero con el sueldo suficiente para comprar objetos suntuarios e impresionar a gente boba. Recordando al genial Waldo Emerson, el autor de “Excellent Sheep” señala que la etapa universitaria es ni más ni menos que la oportunidad para una revolución individual contra la tiranía de las estructuras mentales heredadas. Lo lamentable es que conceptos tan caros a la historia colectiva de Estados Unidos –como pueden ser independencia, revolución, tiranía y libertad– están siendo dejados de lado por la lógica del éxito y el dinero rápido.
Para los que no lo recuerdan, nuestra república mesocrática surgió como una respuesta política contra un sinfín de privilegios que se volvieron insoportables para los nacidos en el Perú. De ello dio cuenta Hipólito Unanue en una comunicación al Congreso señalando que una de las consecuencias tangibles de la independencia era la valoración del mérito y el talento de los antes desplazados por el tarjetazo virreinal. Unanue se hubiera caído de espaldas al escuchar las conversaciones del congresista Roberto Vieira, planeando saltar –por una prebenda– todos los controles institucionales de un ministerio. Ello mientras aparentemente apostaba a los caballos por teléfono. No sé si a ustedes les ocurrió, pero yo al escucharlo me imaginé al Estado peruano como un gran casino donde las cartas están marcadas y el esfuerzo, el talento y el mérito son las tres manzanitas de un tragamonedas malogrado. Porque pareciera ser que para avanzar en el Perú lo que se necesita es de un astuto crupier, (“me das quince y tú te quedas con cinco”) mientras que miles de ciudadanos honestos esperan que Godot les tramite sus papeles. Y para seguir por la senda de los privilegios me permito contar una historia que si es cierta, da hasta risa y si es falsa, no hace más que explicar el funcionamiento de ese sistema que diariamente petardea la excelencia de la república. Resulta, cuenta un conocedor de los vericuetos estatales, que una alta funcionaria pública, bastante cuestionada y aparentemente desplazada por sus pares, decide que su padre interceda por ella ante el padre de otro alto funcionario para conseguir el puesto de sus sueños. Muy al estilo decimonónico los padres de familia se comunican, hacen su trabajo y bingo. ¿Existe mérito, equidad de género o simplemente competencia leal en una negociación privada para conseguir un puesto público? Por supuesto que no, pero es así como, desgraciadamente, se resuelven los ascensos y promociones en nuestro país.
Ya no existe la menor duda de que este Congreso, salvo honrosas excepciones, es otro núcleo de prebendas y privilegios, pagados con nuestros impuestos. El privilegio de la inmunidad que va tornándose en rampante impunidad. El privilegio de recibir fondos públicos para dos viajes que ocurren en la misma fecha y en continentes diferentes. El privilegio de un sueldo que, aunque para algunos congresistas es magro e insuficiente, no redunda en beneficio de las mayorías. El privilegio de mentir con lágrimas en los ojos y seguir bien sentada en tu escaño al lado del acosador sexual que ahora nos acusa a nosotros de racistas y clasistas por decirle sus cuatro verdades. El privilegio del ‘insider’ Roberto Vieira de usar el cargo para sus aparentes negociados. Porque de eso se trata el privilegio: “Una ventaja especial o una exención de una obligación que disfruta alguien por la concesión de un superior”. El problema es que en el Perú el privilegio y el abuso van de la mano y es por ello que solo una sociedad basada en el mérito y la rendición de cuentas podrá sacarnos de este callejón sin salida, donde un tarjetazo o una llamada telefónica desplazan a la excelencia y al trabajo honrado.