Desde hace mucho tiempo hablamos de una “crisis” de representación política en nuestro país, de la pérdida del vínculo que relaciona a los ciudadanos con los representantes electos. A pesar de que los ciudadanos mismos los elegimos, la verdad es que no existe mayor vínculo identitario entre oferta y demanda política. Como muchos señalan, más que hablar de crisis, corresponde hablar de un problema estructural de representación, que a estas alturas podemos considerar un rasgo de nuestra política.
Algunos llaman la atención sobre la existencia de un problema social y estructural que estaría en la base de esto: nuestros niveles de informalidad. Se asume que la representación requeriría la existencia de colectivos más estructurados y organizados, que den lugar a asociaciones, sindicatos, gremios, con los que los ciudadanos tengamos relaciones más permanentes, y que luego ese mundo social se expresaría políticamente de forma más institucionalizada. Sin embargo, existen en la región muchos países con altos niveles de informalidad (Bolivia, Colombia, Paraguay y otros), pero todos ellos muestran diversas formas de relación entre sociedad y política, y no exhiben niveles de desestructuración como los nuestros.
Una mirada rápida a qué ha pasado en las últimas décadas ayudaría a entender la situación actual. Tradicionalmente, la relación entre representantes y representados tendió a asumir la forma de un triángulo sin base, siguiendo la conocida formulación de Julio Cotler en la década de los años 60. Es decir, el poder político se encontraba centralizado en un vértice limeño y elitista, que se relacionaba con el conjunto del país a través de un conjunto de intermediadores capaces de tramitar demandas de la base, a través de una “incorporación segmentada” que no permitía su desarrollo autónomo. Los límites de ese modelo daban lugar a crecientes irrupciones de violencia. Más adelante, después de la dictadura militar, con la instalación de la democracia, aparecieron las bases de un sistema de representación alrededor de un eje ideológico: sectores de izquierda representados en los partidos de la Izquierda Unida, sectores medios y de derecha representados en partidos como AP y el PPC, y el Apra ocupando la posición en el centro. Ese sistema colapsó a inicios de la década de los años 90, y el fujimorismo se convirtió en el partido predominante, con una oposición que terminó aglutinando a buena parte de lo que quedaba del orden previo.
Con el nuevo siglo, hubo posibilidades de reconstruir las bases de un nuevo sistema de partidos. La izquierda encontró primero en el liderazgo de Ollanta Humala y luego en el Frente Amplio una oportunidad. La derecha, en Unidad Nacional, luego en Peruanos por el Kambio. El Apra y el fujimorismo podrían haberse ubicado en una posición de centro, y ante el debilitamiento del primero esto es lo que aparentemente intentó Keiko Fujimori durante una etapa de la campaña del 2016. Y estos actores, mal que bien, dieron cierta estabilidad y continuidad al período 2001-2016. Estas posibilidades no cuajaron por la responsabilidad de las élites políticas de izquierda, centro y derecha. Desde el 2016 tuvimos un camino de creciente desestructuración: el fujimorismo empezó a asumir posturas populistas, sectores de derecha se radicalizaron, conservadurizaron y abandonaron posiciones liberales, y la izquierda nuevamente se dividió y fragmentó. Los escándalos de corrupción destapados alrededor de casos como Lava Jato y los ‘CNM audios’ comprometieron a personajes de todo el espectro político y terminaron de consolidar el descrédito de la política.
Al mismo tiempo, como consecuencia inesperada del período de crecimiento económico sin fortalecimiento institucional que tuvimos entre el 2002 y el 2013, encontramos que el acceso al poder político no depende ya solo del viejo vértice asociado a la élite limeña. Nuevos intereses económicos, formales e informales, legales e ilegales, muy personalistas y particularistas, han llegado al poder en municipios, regiones, el Parlamento y hasta el gobierno nacional. No necesitan más del “visto bueno” de las antiguas élites y sus herederos. Seguiré con el tema.