Una vez más, un proyecto minero ha convertido al Perú en escena de enfrentamientos sociales. Como siempre, el costo ha sido alto: violencia, muertes, pérdida de oportunidades económicas, mayor inseguridad jurídica y caída de inversiones. La paralización de Tía María y la minería en muchas otras partes del país le costará anualmente al Perú 1,5% de su PBI actual durante los próximos diez años, según el economista Juan Mendoza Pérez.
No debemos esperar una mejora sustancial o sostenible de esta situación. A menos que, como propone el abogado y profesor de derecho Enrique Ghersi, se resuelva el problema de fondo: la definición deficiente del derecho de propiedad. Una pregunta que Ghersi hace en clase es: “¿Cuál es la diferencia entre encontrar petróleo en tu jardín, en Talara o en Houston? La respuesta es que si lo encuentras en Houston, eres rico, porque el petróleo es tuyo; mientras que si lo encuentras en Talara, eres pobre porque es del gobierno”.
En el Perú, el propietario del subsuelo es el Estado. Los campesinos, comunidades e individuos que viven y trabajan sobre los grandes recursos naturales que están debajo de la tierra no tienen derecho a los mismos, solo a la superficie. El Estado otorga concesiones a las empresas mineras. Lo que reciben los campesinos, que se consideran los verdaderos dueños de esta riqueza, es una parte inferior de las rentas que los burócratas y las empresas deciden gastar en ellos. Para Ghersi, esta asignación de derechos viene a ser una expropiación del subsuelo de los pobres y produce resentimiento y desconfianza.
También abre las puertas a que los mensajes de movimientos y políticos radicales tengan llegada, que tales grupos se organicen en el ámbito nacional, y que representen no solo a gente que pueda tener preocupaciones legítimas sino a gente cuyas demandas son dudosas. Establecer derechos de propiedad privada al subsuelo sería una reforma social de largo alcance, beneficiaría directamente a los campesinos propietarios, los responsabilizaría por las decisiones sobre su propiedad, y reduciría la violencia social. Facilitaría, además, la formalización de la minería informal, en donde laboran por lo menos 100.000 mineros producto del mal concebido régimen de propiedad. Con una mejor asignación de derechos, los lugareños propietarios de minerales tendrían un incentivo poderoso para desmentir acusaciones infundadas que suelen hacerse hoy con facilidad en contra de los proyectos mineros. Haría mucho por desarmar el sentimiento antiminero donde sea, ya que el negocio tendría una mayor legitimidad social.
Esa solución, si fuera políticamente viable, sería de largo plazo dado que requeriría de un cambio en la Constitución. ¿Qué se podría hacer en un plazo más corto? Propongo una alternativa de menos alcance pero que podría tener efectos positivos. Las empresas mineras deben otorgar acciones a los ciudadanos y miembros de las comunidades directamente afectadas por su negocio. Eso tendría el efecto de alinear los intereses de la ciudadanía local, o una parte de ella, con el desarrollo del proyecto minero. También “recompensaría” en algo a quienes sienten que han sido expropiados.
Podría ser que esta propuesta beneficie no solo a quienes tienen demandas legítimas, sino que también premie a muchos más actores. Eso, sin embargo, ya ocurre en el sentido de que las empresas mineras financian todo tipo de obras sociales y aún no dejan de ser objetos de protestas. Dependiendo de la fórmula, el repartir acciones puede tener un impacto favorable, pues a diferencia de meras dádivas, se estaría dando derechos de propiedad. Y comparado a la alternativa de mantener paralizado al sector, es una opción razonable con un beneficio potencialmente grande.