Un debate clave en la actualidad gira en torno a la naturaleza de las protestas en curso. Si pensamos que estas son fruto de un plan desestabilizador de agitadores que apuntan a generar caos y capitalizar políticamente el sentimiento antisistema, corresponde no mostrar debilidad y develar la “mano negra” que financia y manipula las movilizaciones. Por el contrario, si, como ha escrito mi colega Sinesio López, estamos ante “el más vasto y plural movimiento democratizador de la historia republicana” que se enfrenta a “la ultraderecha y los poderes fácticos”, que busca “encontrar una salida democrática al actual gobierno autoritario”, pues toca sumarse sin reservas. Conforme pasa el tiempo y contamos con más información, vamos registrando la importancia de alejarnos de visiones simplistas, establecer distinciones, matices, que ameritan estrategias y respuestas diferenciadas.
Un punto de partida consiste en reconocer la magnitud del descontento. La encuesta de finales de enero del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) muestra que un 59% se identifica con las protestas, un nivel que fue en aumento a lo largo de ese mes y que llega al 70% en el Perú rural y en el sur (incluso a un 48% en Lima). Además, los puntos centrales que demandan los manifestantes gozan de aprobación mayoritaria: un 75% está de acuerdo con la renuncia de la presidenta Dina Boluarte, un 74% con el cierre del Congreso, un 73% con elecciones generales este año e incluso un 69% con la convocatoria de una asamblea constituyente (un porcentaje que llega a un mayoritario 55% también en Lima). Hasta hace un par de semanas, se produjeron más de 120 puntos de bloqueo en toda la red vial nacional, comprometiendo a 18 regiones del país. Diversos analistas comentan que estaríamos ante una movilización masiva de comunidades campesinas en el sur andino, pocas veces vista en el pasado.
Estos datos parecen sorprendentes si consideramos que desde nuestras ciencias sociales decíamos que, en nuestro país, si bien hay una fuerte lógica de movilización y protesta, ellas aparecían fragmentadas, con agendas localistas, con escasa o nula articulación gremial o representación política. En realidad, no se trata de evidencia contradictoria. Estamos, en buena medida, ante movilizaciones descentralizadas, que responden a motivaciones diferenciadas, gatilladas por la vacancia de Pedro Castillo, leída como la consumación de la prepotencia de una derecha excluyente que nunca lo reconoció como presidente y buscó desde un inicio su vacancia. Está claro que, como señaló José Carlos Agüero, se trata de un Castillo símbolo, bastante alejado del real, personaje mediocre y corrupto. Esa ira se canaliza a través de demandas y formas de protesta de un fuerte carácter antisistema, que da cuenta además de la pulverización de los mínimos mecanismos de articulación que existían en el pasado, expresados en proyectos como el Frente Amplio o el Nuevo Perú. Hoy los liderazgos son más radicales, antisistema y antipolíticos que antes, de allí la dificultad de encontrar espacios de diálogo y negociación.
Dentro de este marco general, se deben hacer distinciones. Una cosa es la movilización de las comunidades rurales del sur andino y otra los intereses de las zonas urbanas de esas mismas regiones. Una cosa es el sentido de la protesta en Ica y la costa norte, en las zonas de la agricultura de exportación; otra los bloqueos en Madre de Dios; y otra muy diferente la dinámica de las protestas en Lima. Una cosa es la masa de manifestantes que se moviliza pacíficamente; otra los grupos radicales que buscan enfrentamientos con la policía; y otra las mafias que incendian locales judiciales. Un gran error del Gobierno ha sido mirar todo esto como un solo bloque, lo que terminó avivando la llama de las protestas y lo ha conducido a un callejón sin salida.
Parecemos haber llegado a un equilibrio precario, en el que conviven un gobierno con escasa legitimidad con protestas constantes de mediana intensidad. Pero el Congreso podría encargarse de motivar una nueva ola de iras ciudadanas.