"Un tema recurrente en esta columna ha sido resaltar la importancia del espacio público en la vida de las ciudades". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Un tema recurrente en esta columna ha sido resaltar la importancia del espacio público en la vida de las ciudades". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Javier Díaz-Albertini

Un tema recurrente en esta columna ha sido resaltar la importancia del espacio público en la vida de las ciudades. Su accesibilidad y uso son algunos de los principales indicadores de la salud de la democracia y la participación ciudadanía.

La pandemia y las recientes manifestaciones democráticas nos están llevando a recuperar estos espacios. En los últimos tiempos, como parte del predominio del mercado en la planificación de lo urbano, se ha destacado el valor comercial de la urbe sobre el valor de uso (bien común). Basta ver lo que hemos hecho con la Costa Verde para darnos cuenta de que se ha privilegiado intereses particulares y ahora tenemos menos playa y paisajes naturales para los habitantes de nuestra megaciudad. Como escribió alguna vez el geógrafo Jörg Plöger, Lima es ahora una “ciudad de jaulas”.

Nos tuvo que caer encima una pandemia para que muchos limeños comenzaran a apreciar más las veredas, calles, parques y plazas. Los iniciales meses de estricta restricción del tráfico vehicular nos hizo dar una segunda mirada a esa bicicleta olvidada. Salimos a pasear a la calle como no había ocurrido en años, época dominada por el ‘shopping’ y el mall. Es triste admitirlo, pero antes del COVID-19, al ser preguntados sobre qué actividades habían realizado durante los últimos 12 meses, los limeños señalaron que la principal fue la visita a centros comerciales (Lima Cómo Vamos, 2019).

Asimismo, en los últimos días, las calles también cobraron vigor gracias a cientos de miles de manifestantes que salieron para defender nuestra institucionalidad democrática. Y en la mayoría de los casos y momentos, se hizo como una gran fiesta celebratoria del poder popular. Las fotos y los videos lo muestran: la música, los disfraces, los bailes, el humor en los carteles y memes, una alegría combativa que marcaba distancia con las marchas sombrías de tiempos pasados en las cuales se repetían las consignas acordadas por los comisarios políticos del partido o federación.

Además, parecían restregarnos en la cara –a todos los mayores de 40 años– que no eran zombis dominados por el smartphone o la computadora. Saben de política y están al tanto, en una forma más completa y saludable que aquellos que forman su opinión sobre la base de lo que dicen los Rey, Barba, Ortiz o Butters. O en los políticos que consideran que, por tener los micrófonos de la TV y la radio, controlan la información y pueden mentir. Como si no existieran las redes sociales. Son ellos los que, figurativamente, “están en la calle”.

Los que están presencialmente en la calle desde hace varios años son los jóvenes, porque las presentes marchas son la culminación de muchas jornadas recientes, sea contra leyes ‘pulpines’, ‘repartijas’, ‘noakeiko’, ‘niunamenos’, reposición de fiscales Lava Jato, entre las más importantes.

Hace un buen número de años, el politólogo Robert Putnam (1993) realizó una investigación sobre participación política en Italia. Una de sus principales conclusiones es que la democracia funciona mejor en aquellas sociedades con alto nivel de asociatividad horizontal. Es decir, cuanto más vinculados se encuentran los ciudadanos, mayor es su compromiso cívico (‘civic engagement’). Es así porque son personas que han aprendido a tratar a los demás y en el camino han cultivado los valores del diálogo, consenso y tolerancia. Putnam consideraba que estas cualidades y capacidades podían –cuando necesario– transferirse al plano político y facilitar los procesos de participación.

Eso sucedió entre los jóvenes. Los fans del K-pop, los tiktokeros, ‘gamers’, ‘influencers’, universitarios, brigadistas, entre muchos otros, derivaron esa enorme energía social de sus redes hacia las marchas.

Cuando yo era más joven, era importante “tener calle”. Con el tiempo, ante la importancia de la educación formal, fue perdiendo prestigio como fuente de sabiduría y empezamos a considerar que los que “estaban en la calle” eran los que menos sabían. Pero los hechos de las últimas semanas nos han demostrado –una vez más– que la democracia se construye en la vía pública. No obstante, se consolida en organizaciones políticas, algo que aún adolecemos y que seguro será tema de columnas en el futuro.