¿Ha ilegalizado la protesta social la sentencia de la Corte Suprema que tanto revuelo causó al inicio de esta semana? En corto y sencillo: no. En realidad, ella no hace más que ratificar criterios ya adoptados por el Tribunal Constitucional anteriormente, pero sobre todo que fluyen del más elemental sentido común jurídico, político y filosófico: la protesta (pacífica) es un derecho; la violencia, un delito.
¿Solo se podrá ahora protestar de formas legalmente tipificadas como la huelga sindical y la huelga de hambre, como se ha interpretado periodísticamente? Tampoco, y la Suprema no ha dicho ni sugerido tal cosa. Apenas ha mencionado esas modalidades como ejemplos de lo que sí se puede hacer, pero hay mil otras. El problema es qué se entiende por violencia y por delito. Y bloquear vías de comunicación, en especial cuando no hay caminos alternativos, es ambas cosas, aunque haya sido (inicialmente) tolerado una y otra vez desde el ‘Arequipazo’ –pasando por el ‘Moqueguazo’ y el ‘Baguazo’– hasta las más recientes protestas por la caída del fallido golpista Pedro Castillo, sin que lo anterior implique justificar las muertes en ejercicio desproporcionado de la fuerza por parte de las autoridades, aún por investigar y sancionar.
Por años, el discurso de “se criminaliza la protesta” –en realidad, la protesta violenta, por violenta y no por protesta– logró instalar el sentido común de que la injusticia, o la alegación de injusticia, habilita acciones de protesta que pueden prevalecer sobre derechos de terceros. Esto no es nuevo, y tan no lo es que yo mismo he escrito al respecto hace casi 20 años. Tanto académica (“Minorías en busca de privilegios”, en el libro “Violencia y democracia”, comp. Saba, R., 2005) como periodísticamente (“La ética de los protestantes”, Perú Económico, 2005). Curiosamente, muchas de aquellas reflexiones se mantienen. Tomo, además del título, algunos pasajes de la segunda pieza que encuentro aplicables hoy:
“La democracia, pues, tiene como uno de sus pilares que hay muy pocas cosas que son indiscutibles. Son indiscutibles la dignidad de los seres humanos y las libertades más básicas. Pero no es indiscutible si deben darse ciertos privilegios [...]. Algunos opinamos que no deben concederse, otros opinan que sí. En democracia, podemos discutirlo racional y pacíficamente, y hasta presionar con vehemencia para convencer al gobierno de nuestra postura. Por ello, en toda democracia constitucional, las protestas pacíficas –incluso si son enérgicas, pero sin llegar a agredir a terceros– no son más que el ejercicio del derecho a la libertad de expresión”.
“El principio de no atentar contra los derechos de otros ciudadanos es también consustancial a la democracia. Por ello, el problema se presenta cuando las protestas afectan la propiedad ajena, la libertad de tránsito, la vida o algún otro derecho de terceros”.
“Los individuos delegan en el Estado democrático el poder de decidir y de hacer cumplir (por la fuerza incluso) esas decisiones, por lo que deviene en innecesario –pero además ilegítimo– el uso directo de la fuerza por parte de los ciudadanos como medio para obtener determinadas aspiraciones. Este proceso se llama ‘heterocomposición’ y es la solución que las sociedades civilizadas han encontrado para evitar la ‘autotutela’, que no es otra cosa que la ley del más fuerte, o sea, la violencia. Nótese, entonces, que regresar a la violencia es renunciar a la heterocomposición y, con ella, al Estado de derecho y a la democracia misma [...] incluso cuando los reclamos de los protestantes sean fundados, su derecho se limita a la titularidad sustantiva que defienden y, en todo caso, a las acciones judiciales que correspondan, a la protesta pacífica y a cualquier otra medida legítima según el ordenamiento [...]. Pero el derecho reclamado ciertamente no alcanza la prerrogativa de agredir a terceros [...]. Y, en cambio, esos terceros sí son titulares de un derecho sobre su propia integridad”.
“Los derechos de los ciudadanos, pues, no son reconocidos con una suerte de ‘gravamen’ que los limite, o que implique que se suspenden cuando otros quieren protestar violentamente [...] es [...] difícil de imaginar algo más antidemocrático que esa mal entendida tolerancia con grupos que canalizan sus protestas en forma violenta, en perjuicio de las libertades de los demás”.