quemó rápidamente etapas en la valoración de su gestión.

En el primer trimestre de su presencia en Palacio, los peruanos estuvimos divididos entre quienes veían su gobierno como un riesgo muy grave de que transitemos hacia un régimen similar a los de Venezuela o Nicaragua y los que sostenían que había que fiscalizar que no sacara los pies del plato y exigían que se respete su derecho a gobernar por cinco años.

En una segunda etapa, su paso por el poder se fue dibujando más bien como errático, opaco, mediocre, corrupto, clientelista y populista, gestándose un consenso creciente de que su gobierno estaba destruyéndonos a un ritmo aceleradísimo y que había que buscar alternativas de solución en democracia. Entramos así al período del #CastilloRenunciaYa y de los fallidos intentos de vacancia.

En un tercer momento, se generalizó la percepción de que el Congreso era parte consustancial del problema, dados los pactos informales bajo la mesa con objetivos turbios que le permiten a Castillo contar con la casi absoluta certeza de que puede permanecer en Palacio si del Congreso depende.

Y llega la cuarta estación, en la que Castillo, que había seguido transitando los círculos del infierno de Dante, fija dirección permanente en el noveno –cuarta zona–, donde “los que ‘yacen’ traicionaron a sus pares […] y los que tienen los pies hacia arriba, a sus inferiores (por ejemplo, a sus súbditos), mientras que los que están doblados habrían traicionado a ambos”.

Este (confiemos) último momento arranca con el salto a la clandestinidad de parte clave de su entorno inmediato, huyendo de la justicia; una que, a todas luces, es promovida y protegida desde lo más alto del poder. En paralelo, empezaron a producirse por todo el país fuertes protestas por el pésimo manejo gubernamental del alza de precios.

Alcanza rápidamente su madurez el 5 de abril por la irresponsable, insensible e increíblemente torpe decisión de encerrarnos a más de diez millones de personas por temor a lo que a ellos les podía suceder. La respuesta fue una de las más hermosas demostraciones ciudadanas que hemos tenido, una que desafió masivamente al poder abusivo con la desobediencia civil (del centenar de vándalos, probablemente pagados, que quisieron pescar a rio revuelto que se encargue rápida y severamente la justicia).

Súmese al nuevo escenario los desastres autoinfligidos posteriores: el del Consejo de Ministros descentralizado en Huancayo y la torpeza del Congreso de incluir en la eliminación del IGV a productos de primera necesidad al lomo fino y el faisán.

Agréguese la vergüenza para el país (la noticia dio la vuelta al mundo) de que Aníbal Torres expresase su admiración a Hitler por el progreso económico que le dio a su país.

Parece haber ahora una amplia y plural coincidencia en que Pedro Castillo es un cadáver político y que su Gabinete es una suma de zombis que buscan seguir medrando o que han perdido toda dignidad y, además, consciencia de su precariedad, ya que la adulación no detendrá al “fallecido” que cree que podrá dejar de serlo sacándolos del cargo.

El drama político se puede resumir en que Castillo es un muerto político insepulto que se pudre a ojos vista. Pero la única funeraria disponible, la de Plaza Bolívar s/n, no está dispuesta a hacer el entierro correspondiente.

Analistas destacados y sensatos han señalado que de esta situación terminal solo se sale con un acuerdo en el que los actores políticos de diverso pelaje logran reflexionar, dándose cuenta de que tienen que ser y actuar autocríticamente, buscando un acuerdo para salir de este drama sin fin.

Me inclino a discrepar. Creo que la situación se parece más bien a final de una película de terror. Y no sé cómo se pueda convencer a Drácula de dejar de chupar sangre o a ese Frankenstein, ensamblado por múltiples piezas de otros cadáveres políticos, a sumar suficientes de sus pedazos para actuar por el bien del país.

En todo caso, de ‘motu proprio’ no lo van a hacer.

Algo podría cambiar con las previsibles nuevas revelaciones de la podredumbre de la corrupción y/o de la mayor destrucción de la gestión e institucionalidad del sector público.

Pero no es suficiente.

Como nunca, nosotros, la gente, tenemos la responsabilidad sobre nuestro propio destino. Pacíficamente, pero con gran energía, tenemos que demostrar que estamos a la altura del desafío. No todos están dispuestos o pueden salir a marchar en todas las ocasiones, pero con cacerolazos una vez al día en todas las ciudades del país se trasmitiría el mensaje de que no nos hemos adormecido. La búsqueda de 75.000 firmas, que propone el expresidente Francisco Sagasti para buscar un marco legal que nos ayude a salir del entrampe, puede ser –independientemente de lograr el objetivo a nivel institucional– una herramienta adicional para movilizar a la población (¡yuju!, Transparencia, ustedes podrían lanzar la iniciativa).

Múltiples formas creativas, democráticas y plurales podrían generar la única motivación que, creo, puede hacer que los responsables de esta situación se allanen, a saber, el pánico a que algo peor les pueda sobrevenir si persisten.

Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad