La presente elección parlamentaria es una de baja intensidad. Si bien la mayoría de la gente quería la disolución del Congreso, no se entusiasmaba por participar en la composición de uno nuevo. La desafección de la política ya no es un dato estático, sino un proceso cuyas raíces se han establecido profundamente. Si, además, estas elecciones son solo parlamentarias, sin estar acompañadas de una presidencial, que es lo que suele ocurrir regularmente, pierde su enganche con las propuestas nacionales y personalizadas de las candidaturas presidenciales.
Asimismo, el hecho de realizarse en un mes de verano y en vacaciones, aleja a la mayoría del interés por el debate público. Finalmente, y no menos importante, al ser únicamente una elección parlamentaria, el voto preferencial desata sus efectos de la manera más clara y perniciosa. Al tratarse de una competencia entre los candidatos de un mismo partido, se impulsa a la individualización extrema de la propaganda, desarrollando una campaña de candidatos y no de partidos. De esta manera, se tiene al frente un sinnúmero de minicampañas, creando un serio problema de proliferación y atosigamiento de mensajes políticos.
Ante esta situación, se escucha decir con cierta frecuencia que “todos los candidatos son iguales”. Pero esta afirmación es falaz e irresponsable. En el caso de Lima, por ejemplo, hay más de 600 candidatos. ¿Es imposible, acaso, encontrar a dos candidatos que se considere que pueden hacer un buen trabajo parlamentario? Es probable que no se haya dado el trabajo y el tiempo para informarse sobre este número alto de candidaturas. Decir “todos son iguales” lleva, en muchos casos, a viciar su voto o a dejarlo en blanco. Esta es una decisión legítima, pero que conlleva algunos efectos.
Si uno no vota por algún partido, está dejando que otros decidan por uno, pues la composición del Congreso se hace calculando los porcentajes obtenidos únicamente en votos válidos. Es decir, los votos que son dirigidos a los partidos. En consecuencia, un voto nulo o blanco no cuenta para establecer quién ingresa y quién no al Parlamento. No votar por un partido es no incidir en la composición del próximo Parlamento.
El voto nulo y blanco solo tiene incidencia si ambos superan el 66% del total de votos, en cuyo caso se anula la elección y se convoca a una nueva. Una situación que tiene, a su vez, tres efectos. Primero, que participarían los mismos partidos que probablemente colocarían a los mismos candidatos, pues no habría tiempo para inscribir nuevos partidos. Segundo, la nueva elección se acercaría en el tiempo a la elección general del 2021, que se convocaría este julio próximo, por lo que el período del Parlamento entrante tendría una duración escasa de menos de un año. Algo absolutamente absurdo, si sucede. Tercero –quizá el de mayor impacto–, que aun cuando sea discutible, al no tener efectos la elección por anulación, se restablecería el Parlamento disuelto, pues se sobrepasarían los cuatro meses que la Constitución contempla para elegir una nueva representación nacional. Sin embargo, es poco probable que este porcentaje de votos sea alcanzado.
De la misma manera, si se vota por un partido pero no se hace uso del voto preferencial, se está dejando que otros elijan quiénes –del partido votado– ingresarán al Parlamento. Por ejemplo, si en una región con seis escaños el partido A recibe 100 votos y logra tres escaños, pero 97 de esos votos no usaron el voto preferencial y tan solo tres sí lo hicieron, estos últimos decidirían por los primeros. De esta manera, si los votos fueron por el 4, el 5 y el 6, ingresarían estos candidatos y no los del 1, 2 y 3, que no recibieron ningún voto preferencial. Así, no usar el voto preferencial, sea uno o los dos permitidos, es no incidir en la composición del Congreso.
Si todo esto no lo convence para votar por un partido y hacer uso del voto preferencial, tiene el derecho de viciar su voto o de dejarlo en blanco, pero luego no se queje de qué partidos y qué candidatos componen el nuevo Parlamento.