"Comparto con muchos la creencia de que el país necesita cambios para fortalecer la democracia y la justicia social. Pero esto no se logrará sin atacar frontalmente la lacra de la corrupción" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Comparto con muchos la creencia de que el país necesita cambios para fortalecer la democracia y la justicia social. Pero esto no se logrará sin atacar frontalmente la lacra de la corrupción" (Ilustración: Giovanni Tazza).
Javier Díaz-Albertini

Las principales instituciones que estudian y combaten la nos dicen que una de las principales razones por la que fracasan las medidas contra este mal es la falta de voluntad política. Transparencia Internacional la define genéricamente como “el compromiso de los líderes políticos y burócratas gubernamentales a tomar acciones para alcanzar una serie de objetivos y sostener su costo a través del tiempo”. En el caso particular de la corrupción, consiste en tener planes concretos para combatirla, instituciones encargadas de prevenir, controlar y sancionarla, y los recursos necesarios para realizarlo.

La voluntad del líder resulta esencial en un país con instituciones débiles y una ciudadanía que se ha habituado al coimeo. Un buen número de nuestros connacionales asumen la posición realista –¿o derrotista?– de que corromper es un hecho natural del quehacer político. Con tal de que la autoridad haga obras y sea discreto, se le condonan los deslices.

Y no basta con ser individualmente honesto. Cuántas veces hemos visto a políticos indudablemente honrados rodeados de hampones de siete suelas (estoy pensando en el presidente de la lampa). Es lo que en algún momento he llamado el “honesto cómplice”, situación en la que, lamentablemente, se encuentra la mayoría de peruanos: se resisten a corromper, pero “dejan hacer” porque denunciar es incómodo, inútil o peligroso.

Entonces, nos hemos acostumbrado a autoridades que recién dicen ver corrupción cuando esta es descubierta por terceros (prensa, comisiones de investigación, denunciantes). Ello, a pesar de que la tenían bajo sus narices o se encontraban embarrados. Y ahí es cuando se ponen gallitos y exigen la rápida acción de las instituciones encargadas. Se rasgan las vestiduras, alegan haber sido traicionados (Toledo), piden investigaciones a fondo (PPK), que envíen a diez fiscales (Vizcarra) o, simplemente, que lo demuestren, pues, imbéciles (García). El actual presidente se ha unido a este coro griego, pidiendo urgentemente a las “autoridades que les corresponda” hacer una investigación “donde supuestamente dicen que hay actos de corrupción”.

Es decir, nos presiden personas sin mayor interés en combatir la corrupción y, cuando lo hacen –porque la situación los obliga–, es “sin querer queriendo”. Y entonces, prácticamente la única acción que toman es despachar a las cabezas visibles del cohecho y pedir la intervención de la fiscalía con la seguridad de que –en caso de ser acusados– serán salvados por la prescripción de sus delitos o al cobrar favores impagos.

De acuerdo con Transparencia Internacional (2014), son cuatro los factores que juegan un rol esencial en la construcción de la voluntad política. En primer lugar, se encuentra el individuo: las creencias, aspiraciones, motivaciones y valores que guían su actuar político. Consiste en una integridad personal que no depende de factores externos, como podría ser la vigilancia “rondera” en una oficina contigua. En segundo lugar, se encuentran los factores organizacionales, como los mandatos, prácticas y procedimientos establecidos que generan una cultura de transparencia y rendición de cuentas. En este aspecto, juegan un papel esencial el partido y sus líderes. Por ello, resulta incongruente ser abanderado de la lucha anticorrupción cuando se milita en una organización política encabezada por sentenciados e investigada por lavado de activos.

El tercer factor es relacional al interior de la comunidad política, especialmente el vínculo entre las autoridades y la sociedad civil. Es prácticamente imposible luchar contra la corrupción sin un amplio involucramiento ciudadano, lo que significa dejar de lado prácticas patronales que solo benefician a ciertas clientelas (sindicales, paisanas, bases) y dividen al país. Finalmente, el cuarto factor es el social, fundamentalmente el estado de la institucionalidad democrática y su capacidad para hacerle frente al legado del autoritarismo. La corrupción es el peor enemigo de la democracia porque rompe con el trato igualitario, al mismo tiempo que disminuye la capacidad redistributiva del Estado.

Comparto con muchos la creencia de que el país necesita cambios para fortalecer la democracia y la justicia social. Pero esto no se logrará sin atacar frontalmente la lacra de la corrupción. Como bien señaló Alfonso Barrantes Lingán, comprobado izquierdista cajamarquino, en una de sus citas más recordadas: “en el Perú, un gobierno honesto ya sería una revolución”.