Hace poco se le ocurrió al alcalde de San Isidro plantar una reja que impide la fluidez del flamante puente que une a su distrito con Miraflores y mi frustración salió con ganas de provocar: escribí en redes que, por cosas así, dan ganas de que en su distrito se expropie El Golf, ese enorme rectángulo verde en mitad de la ciudad. Los comentarios furibundos a favor de la propiedad privada no se hicieron esperar –la palabra “expropiación” en el pudiente San Isidro es explosiva, Velasco y Chávez le hicieron mala fama– y prometí aclarar por qué mezclé papas con camotes: el desvarío de una autoridad pública con los derechos de un club privado.
A todos nos es familiar la caricatura del niño afortunado que evita compartir sus juguetes con otros niños: mientras más egoísta es con sus privilegios, más ganas dan de que reciba una lección. Es la mecánica de las fábulas moralistas: si al Quico de Chespirito un malandrín le robara su pelota después de que se la negó al Chavo, la audiencia asentiría complacida. En el Perú, San Isidro se ha ganado la reputación de ese niño por culpa de ciertos vecinos con mentalidad excluyente y de algunas autoridades que decidieron representar esa actitud virreinal: “Este parque es solo para residentes”, “Estos juegos infantiles son para nuestros niños”, “Yo estaciono mi carro aquí desde hace décadas y de aquí no lo muevo”, “Por este malecón no pasan bicicletas”. Cuando las autoridades ponen en práctica la mentalidad de sus vecinos elitistas es casi imposible no mezclar tubérculos porque, en el terreno de lo simbólico, las emociones no discriminan lo que es legal de lo que es justo.
Soy un creyente de la propiedad privada. Soy un ridículo burguesito con vista al mar. Lo que he ganado con cierto esfuerzo está registrado a mi nombre y creo que nuestro país le debe su crecimiento al capitalismo popular que lo habita. Pero también creo en un Estado flexible que pueda regular los excesos a favor del desarrollo, incluso si ello me perjudicara. Sé que la mayoría de personas que leyeron mi comentario sobre la expropiación de El Golf lo tomaron de manera risueña y no de forma literal. Nadie que sea realista vería hoy como factible la expropiación de ese tipo de clubes privados, pero quién sabe si esto no se revierta en unas décadas: con el cambio climático, la sobrepoblación, la escasez de agua y la necesidad de árboles para regular la atmósfera no es improbable que céntricos espacios verdes peruanos –hoy privados– se conviertan en bosques públicos. Si en nombre del bien común se ha exigido que comunidades dejen sus moradas para que se explote un yacimiento minero, en un futuro debería entenderse mejor que ahora la necesidad de que una minoría ceda su césped a favor de una mejor calidad de vida para millones. Las influencias, está demostrado, tienen un límite en la historia.
Una cosa sí es clara: mientras más segregador se muestre un representante de San Isidro en el día a día, como acaba de ocurrir con esa dichosa reja, más pronto que tarde esta corriente tomará impulso en ese distrito.