(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alfredo Bullard

Es una tradición. Más o menos cada cinco años aparece la idea de aplicar la a los violadores de menores.

No voy a analizar si ello vulnera la Constitución, o los acuerdos de derechos humanos o las dificultades legales de reimplantar la pena de muerte. Estoy en contra de la pena de muerte, pero tampoco voy a invocar mis principios.

Voy a ver los problemas económicos de la pena de muerte y a dónde nos conducen.

Cuando el ministro de Justicia propone esta sanción está pensando algo que parece tener lógica. Un delito tan serio y espantoso, además de ser castigado, debe ser disuadido. De hecho, así lo ha dicho.

Bien. Entonces coloquémonos en la mente de un violador. Voy a suponer que en todo delito, como toda persona, los delincuentes buscan lo que les beneficia y tratan de evitar lo que les cuesta. Un ladrón de televisores, por ejemplo, calcula intuitivamente cuánto ganaría con un televisor robado y lo compara con el riesgo de ir preso. Si el beneficio es mayor que el costo robará. Si no, no lo hará.

El beneficio de un delito puede ser muy distinto: lo que me paguen por el televisor robado, la herencia que reciba del tío asesinado, el placer de verle la cara rota a mi archienemigo.

El costo, a su vez, depende de varios factores. El primero es cuánto hay que gastar para cometer el delito. Lo vamos a llamar el costo directo. Por ejemplo, para asaltar un banco tengo que comprar una pistola y una máscara, pagarle a mis cómplices o sobornar a un empleado del banco para que me indique dónde está la alarma contra robos. Como toda “empresa”, para ser delincuente hay que invertir.

Pero hay un costo (que llamaré indirecto) que es el que estamos discutiendo: el costo de ir preso. Ese costo depende a su vez de dos factores distintos. El primero es la magnitud de la pena contemplada en la ley (por ejemplo, 10 años en la cárcel).

El segundo, es el hecho que los delincuentes saben que no todos los robos son sancionados. De hecho, solo una fracción lo es. La sanción depende, entre otras cosas, de la efectividad de las instituciones: la policía, los fiscales, los jueces, la tolerancia de la sociedad al delito (que aumenta o disminuye la probabilidad de ser denunciado).

Imaginemos que se captura al responsable de uno de cada 10 robos (todos sabemos que en realidad las probabilidades son más bajas). Un delincuente con esa información solo considerará que la sanción por cada robo es de un décimo del total (el número de años multiplicado por la posibilidad de ser capturado). ¿No cree que es así? Nuestros políticos hicieron ese cálculo. A unos les ligó, y a otros no.

Pero no solo ellos. Le aseguro que es más probable que usted se pase la luz roja a las 3 de la mañana que a las 12 del día. ¿Por qué si la multa es la misma a toda hora? Porque en la madrugada la posibilidad de detección es menor que al mediodía.

Otro factor que influye en la capacidad de detección es la conducta del delincuente. Ellos organizan su conducta para no ser capturados (cometen delitos en la oscuridad, planean rutas de escape, desaparecen las pruebas o borran las huellas). Los delincuentes más exitosos son los que tienen esas habilidades. Usted no verá un carterista que pese 120 kilos porque no será tan ágil para huir de sus víctimas.

Esto se cumple con los violadores. Las violaciones suelen ocurrir en lugares apartados o son cometidas por personas que por la relación con la víctima saben que no serán denunciadas.

Otra medida efectiva para reducir la posibilidad de detección es matar a la víctima. Es muy difícil ser condenado sin tener al testigo principal del delito. Pero si al violar a la víctima el delincuente se hace acreedor a una pena de muerte, ¿cuál es el costo de matarla? Pues cero. ¿Por qué? Porque no se pueden aplicar dos penas de muerte a la misma persona. Matar a la víctima es una ganga: no cuesta nada y reduce sustancialmente el costo de delinquir. Por ello, la idea del ministro les costará la vida a las víctimas del delito. Una muy mala idea.