Entendió bien que un escritor, sin una campaña de mercadeo, no despegaría. No existía el término, ni siquiera habían llegado aún los años veinte, pero ya Valdelomar escribe a su amigo Juan Francisco Valega, médico psiquiatra y nuevo director del Larco Herrera, una carta que lo dibuja en toda su dimensión. La carta la titula “Para vivir en el futuro basta que un alma nos comprenda”. Buscaba la popularidad llamando la atención del público, en la actitud petulante, en los atavíos refinadísimos, en los aires de dandy que adoptaba tomando té en el Palais Concert, ensastrado y anunciando a aquellos panzones ociosos que no leían, que no se cultivaban, que solo vivían de sus rentas: “Ya comienzan a llegar los hombres gordos, me manchan el paisaje”.
Se sentía, y era, un incomprendido. Tenía sus detractores que lo miraban raro. Y decía como una catarsis a Valega en esa carta reveladora que sí pues, él era Él y no podía ser nadie más: “¿Pueden darse cuenta, acaso, de la energía, del valor moral, del heroísmo, del divino esfuerzo que necesito para hacer mi condal y regalada voluntad, para prescindir absolutamente (deletread, bellacos: ab-solu-ta-men-te) absolutamente, todo lo que no ofrece a mi alma un poco de belleza?”. Y más adelante afirma: “Mi arte es para los limpios de corazón, para los sanos de espíritu, para los ebrios de ilusión […] los que tienen miel en el panal del corazón. […] Mas hay cholos que tienen el corazón en forma de sapo […] el aliento cloacal y el alma a oscuras, entrelarañada, maloliente y en sumideros […]. Vayan los muy necios a preguntarle a Dios por qué me dio un alma grande…”.
Ese mismo hombre de sastre y pipa que firmaba como el Conde de Lemos era el muchacho que extraña su terruño, su mar de Pisco, a su idolatrada madre, a la que escribía las más bellas cartas desde Europa. Es ese mismo joven que evoca el hogar y la infancia en “El Caballero Carmelo”, quizás su mejor obra, uno en silencio en medio del bullicio del Palais Concert y su coro de damas vienesas, borrachines y aristócratas. Puedo imaginar a Mariátegui, con quien compartió jornadas, preguntándole qué le pasa, por qué de pronto se distancia y mira al vacío, por qué ya no le molestan los prendedores de quinto de libra, los puños postizos y los zapatos con elástico y yace gobernado por la nostalgia.
Ese mismo que se estampa en nuestro billete de cincuenta soles no llegó ni a los 32.
A los 28, Valdelomar escribe un poema al que titula “La casa familiar”. Cada línea muestra al escritor libre de artificios, en la pureza de las emociones: Humedad. Muros rotos. Un acre olor de olvido. / Hieráticas, las viejas blancas aves marinas / se posan en la triste morada solitaria…
Si no hubiera muerto tan pronto, seguramente hubiera sido el gestor de una obra única. Le faltó tiempo. Le faltaron años.