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Javier Díaz-Albertini

El vaso de Rolando Arellano siempre está medio lleno, mientras que el mío se encuentra medio vacío. Creo que nuestras diferencias de percepción se dan porque él da como hecho cuestiones que aún están en proceso o en duda. Mientras que yo me fijo en las dificultades para cambiar algunos aspectos que Arellano considera superados. Y esto se nota en varios asuntos.

En primer lugar, en una reciente Arellano afirma que la sociología no tiene una “buena definición” de raza. Esto no es cierto. Los sociólogos sabemos que las razas no tienen ningún sentido biológico, sino que son una creación sociocultural que edifica y justifica el dominio de ciertos grupos sobre la base de supuestas diferencias biológicas. Es por esta razón que no existe una “buena” definición de lo que es un “blanco” o un “negro” porque depende del lugar y el momento. Por ejemplo, muchos de los blancos peruanos no serían considerados como tales en buena parte de Europa.

El problema con el censo es que mezcló y confundió raza con etnia. Al referirse a los quechuas y aimaras –por ejemplo– está enfatizando la pertenencia a subculturas específicas. Se evita así el término “indígena” que es racial y, para muchos, peyorativo. Sin embargo, para los afrodescendientes mezcló lo racial (zambo, mulato, moreno) con lo étnico (afroperuano). Mientras que las clasificaciones de mestizo y blanco son raciales, el encabezado de la “autoidentificación” generaba confusión, ya que preguntaba cómo uno se sentía “por sus costumbres y antepasados”. Costumbres apuntan a etnia, antepasados a la sangre. Como han comentado otros columnistas, ¿cuáles son las costumbres “mestizas” o “blancas”?

En segundo lugar, Arellano en la misma entrevista declara que “ya nos reconocemos como una nación mestiza”. A decir verdad, la reconocemos así desde hace mucho tiempo y no siempre por la mejor de las razones. El proyecto liberal de modernización del Perú, consistía precisamente en “deindianizar” al país. El impulso era occidentalizar nuestra cultura y mestizar nuestra raza. Un ejemplo claro es el censo de 1940, el último en incluir raza como descriptor (blanco, indígena, mestizo, negro y amarillo). Al momento de presentar las cifras, sin embargo, juntaron blanco con mestizo, logrando así al 52,9% de la población, mientras que la indígena era 45,8%.

Estos resultados llevaron a fortalecer la idea de que el país ya se definía más como mestizo –racial y culturalmente– y no indígena. Hay que recordar que no tuvimos una revolución mestiza modernizadora como en México (1911) y Bolivia (1952), que resultaron esenciales para afirmar este carácter (no indígena) de la nación.

En tercer lugar, Arellano afirma que ahora la mayoría dice que es mestizo y que “esto nunca se veía porque siempre insistíamos en un tema de aspiracionalidad racial”, es decir, en ser blancos. Esto no es así. Ser mestizo también ha sido un factor de aspiración en muchas partes del país. Marisol de la Cadena lo estudió magistralmente en el caso del Cusco. Ella muestra que ser mestizo era un proyecto educativo y cultural, más que racial, que los diferenciaba de los indígenas.

Cuando se les pregunta a los peruanos por su raza, el 70% afirma ser mestizo y solo el 7% indígena (ver Latinobarómetro 2014). Sin embargo, cuando en la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) del 2012 se les dio la posibilidad –como en el censo– de auto-identificarse como quechua, aimara o de otro pueblo originario, el 27% se definió así, al mismo tiempo que la definición mestiza bajó a 55,1%.

Esto nos ayuda a entender porque, para muchos, el ser mestizo es una identidad por oposición (no indio-no blanco) y, por ende, admite gradaciones (y discriminaciones) de acuerdo con cuán cerca o lejos uno se encuentra de estos polos. Como nos narra Marco Avilés en una de sus crónicas, no es lo mismo ser cholo blanco y pasar piola que cholo oscuro y sufrir las peores vejaciones. Y es en esta indefinición y la desvaloración de lo indígena que cobra importancia lo blanco como un elemento aspiracional para muchos peruanos.