“A aquella guerra y la crisis que fue su consecuencia, nos llevó un esquema fiscal basado en los estancos antes que en el impuesto”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“A aquella guerra y la crisis que fue su consecuencia, nos llevó un esquema fiscal basado en los estancos antes que en el impuesto”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa

La referencia que hizo hace unas tardes el presidente a la de hace 140 años, para dar una medida que, cual ala de cuervo, se cierne sobre los que comemos pan en esta tierra, es una invitación para rememorar las veces en las que los peruanos nos hemos levantado y echado a andar, después de hondas caídas.

La situación heredada tras la guerra del salitre fue probablemente la más dramática de la historia republicana, y no solo por el aspecto económico, aunque este era el más tangible y el que tocaba resolver con más urgencia. El punto álgido no era entonces, como hoy, combatir el desempleo, sino el reemplazo del guano y del salitre como fuentes de ingresos para el Gobierno. Si el Perú había de seguir existiendo como nación soberana, era imperioso dotar al Estado de ingresos que le permitieran ejercer una labor, aunque fuese mínima, de administración y control interno.

Si antes de la guerra los ingresos estatales eran como de 30 millones de soles por año, después del conflicto rondaban los seis millones. Renglones enteros del presupuesto, como las pensiones o las transferencias a los gobiernos departamentales y municipales, desaparecieron o se redujeron drásticamente, y toda la plana mayor de la burocracia, comenzando por el presidente de la República y pasando por los catedráticos universitarios, hubo de rebajarse los sueldos en un 40%. Como el precio de la vivienda y la servidumbre también habían bajado, el descuento se hizo más llevadero.

Una reforma fiscal se hizo ineludible. La urgencia por aplicarla, el empobrecimiento general y la crónica resistencia de la clase propietaria a llevarse la mano a la cartera hicieron que se instaurase una contribución personal universal, se improvisasen medidas como la descentralización fiscal –que bien ejecutadas podrían haber cambiado positivamente la organización republicana– y se optase por crear impuestos fáciles de recaudar en el corto plazo, como los que gravaban el consumo de lo que los peruanos nos llevábamos masivamente a la boca: alcohol, tabaco, opio, sal y azúcar (a los que se agregaron después otros productos difíciles de reemplazar, como los fósforos). La descentralización fiscal (un régimen bajo el que, en cada departamento, una tesorería fiscal recaudaba los impuestos y ejecutaba el gasto público) y la contribución personal fueron abandonadas cuando, una década después, lo peor de la crisis había pasado. Pero el esquema de ingresos fiscales basado en los impuestos al consumo (que era socialmente regresivo, porque hacía que el pobre y el rico pagasen los mismos montos) quedó como una huella duradera en nuestro ordenamiento económico.

La crisis de la posguerra del salitre se plasmaba también en que el país se había quedado sin exportaciones, y con ello, sin manera de proveernos de maquinaria importada o de bienes que no producíamos (como fierro y papel). El desafío era explorar nuevos sectores o volver sobre los que, como la minería metálica, estaban abandonados. Quizás aquí hubo una prisa excesiva por reactivar y se cedió a las presiones de los empresarios, quienes reclamaban garantías de que el Estado no volvería a expropiarlos, ni a sus ganancias, cuando llegase la hora de la cosecha. El Estado Peruano cargaba un mal historial al respecto. Primero había expropiado el guano; luego, el salitre. ¿De qué servía sacar adelante una industria exportadora si, cuando esta resultaba rentable, el Estado desalojaba a uno del negocio? Para acallar esta resistencia, en 1890 el Estado ofreció que por 25 años las exportaciones no serían perturbadas con ningún tipo de afectación o gravamen. Esta fue la base sobre la que se erigió la “república aristocrática” de inicios del siglo XX, como fue bautizada por Jorge Basadre. Una nación que prosperaba económicamente, pero en la que la riqueza estaba mal repartida y, peor aún, el poder.

Hay que tomar en cuenta que en esa coyuntura los empresarios locales no tenían la competencia del capital foráneo, que, debido a la situación impaga de la deuda externa, no asomaba por estas costas. Para romper con esa cuarentena financiera tuvimos que firmar, cabizbajos, el contrato Grace. Igual, los capitales extranjeros tardaron en llegar, pero al menos los ferrocarriles volvieron a rodar, gracias al acuerdo, ayudando a reactivar la minería de la sierra central.

A aquella guerra y la crisis que fue su consecuencia, nos llevó un esquema fiscal basado en los estancos antes que en el impuesto, y la incapacidad o falta de voluntad de la élite gobernante para instaurar un contrato fiscal equitativo. Algunos de sus miembros sucumbieron en la crisis. Como la fragata Independencia o el monitor Huáscar, aunque con menos heroísmo, se sumergieron para siempre o se alejaron del país. Pero otros linajes permanecieron, y siguieron surtiendo de presidentes a nuestra República en la nueva era.

En la historia, suele ocurrir que las soluciones con que, en el momento, se responde a urgencias temporales resultan después resistentes al cambio y tienden a erigirse luego como un nuevo patrón. Hoy, como ayer, conviene meditar, pues, profundamente en los pasos que se tomen para reactivar.