Se dice que en los segundos finales, Atahualpa le susurró al garrotero, “yo muero, pero ustedes nunca serán uno”. Y la maldición se cumplió.
Tan es así que, en el prefacio de su historia reciente del Perú, el distinguido historiador Peter Klaren explica que “el país quedó dividido económica, social y políticamente entre una sierra semifeudal … y una costa más moderna, capitalista, urbana y mestiza”. Además, “el resultado fue una incapacidad crónica por parte del estado moderno para superar los legados del colonialismo y del subdesarrollo”. La maldición de Atahualpa ha vencido incluso a la poderosa vacuna “anti-déspota” traída desde Europa hace dos siglos, llamada “república”. Según Basadre, se logró poco y la república sigue siendo solo “problema y posibilidad”, y “promesa”. En caso algún día saquemos esa fórmula del depósito donde se encuentra guardada, Hugo Neira ha publicado para guiarnos el libro “¿Qué es república?”, una magnífica revisión histórica y filosófica en caso decidamos reemprender el tratamiento.
Dos señoras me devolvieron la fe. La primera estaba sentada sobre el pasto en medio de una vasta y casi desierta pampa en las alturas de Chumbivilcas, donde llegué hace unos años para conocer una de las provincias más pobres del Perú. Junto a la pista afirmada se había asentado una feria semanal. Caminando entre los pocos vendedores, pasé al lado de una señora que exhibía encima de su falda los alimentos y útiles que ofrecía en venta. Para mi sorpresa, ofrecía además dos o tres libros. Asombrado, levanté uno. “El camino del líder”, de David Fischman, miembro fundador de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas y conocido autor de libros motivacionales. Miré los cerros alrededor de la feria, pensando, “¿de dónde saldrán compradores para este libro? ¿Saben leer? ¿Necesitan motivación?” Pocos días después estaba de vuelta en Lima, y mientras esperaba la luz en un cruce de la Avenida Javier Prado, se acercó un vendedor con varios libros colgados de un palo, entre los que vi un ejemplar de “El camino del líder”. En uno de los distritos más pobres y apartados del Perú, y en el más acomodado, se leía lo mismo.
La segunda señora se me acercó en una plaza de Lircay, en Huancavelica. Su vestimenta era de comunera y cargaba un balde de plástico conteniendo bolsitas de plástico llenas de gelatina que me ofreció con una gran sonrisa. Dudé del riesgo sanitario y para ganar tiempo le pregunté sobre su negocio. “Mi comunidad queda lejos”, dijo. Tomando dos carros y pagando S/ 30 había venido para ver a su hija recién ingresada a la universidad. Para cubrir el costo, preparaba gelatinas en casa. Un año antes, su hija había anunciado su deseo de estudiar Ingeniería de Minas, pero el padre se negó a apoyar. “Esa carrera no es para mujeres hijita”, le dijo. Su mamá la defendió. La primera vez desaprobó el examen de ingreso, pero su mamá insistió y finalmente fue admitida la segunda vez. Ahora venía a visitarla. Naturalmente, tuve que comprar la gelatina, y cada año me pregunto, ¿cómo le irá a la ingeniera de minas?
¿Se cumple la sentencia de Atahualpa? Los cuentos son una delicia, pero para la vida práctica, muy malos consejeros. Sugiero acercarnos más, en vez de escribir o escuchar cuentos desde la casa. La realidad no calza con el cuento de dos mundos separados. Para empezar, hay “dos” o más en cada pueblo, en cada comunidad. ¿Acaso no hay también más de una Lima?
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