Juan Paredes Castro

Tal parece que la misión de la OEA, destinada a constatar en el Perú un supuesto golpe de del Congreso y la fiscalía contra el presidente , va a terminar formándose una decepcionante y vergonzosa impresión de quienes la convocaron.

En efecto, la trama golpista de las actuales circunstancias no está manejada por el Congreso ni la fiscalía, que ejercen legítima y constitucionalmente sus funciones, sino, como resulta evidente, por el propio mandatario, obsesivamente opuesto a ser investigado bajo graves cargos ilícitos penales que, sin duda, le abren las puertas de una vacancia en el cargo y consiguientemente de la cárcel.

En reacción a ello y dentro de su objetivo de imponer una asamblea constituyente que le asegure impunidad y continuismo indefinido en su mandato, Castillo y su primer ministro Aníbal Torres vienen forzando ilegalmente la figura de una doble “denegación fáctica” de confianza en el gabinete ministerial como pretexto para disolver el Congreso, como lo hizo el expresidente Martín Vizcarra en setiembre del 2019, en un atropello abusivo e impune del orden constitucional.

Solo faltaría que Castillo fuerce también una fotografía de respaldo con los altos mandos militares y policiales, como la que precisamente montó y exhibió Vizcarra en su momento, para perpetrar el uso del poder político-militar desde el Estado contra el Estado, envileciendo una vez más de indignidad las entrañas del viejo presidencialismo peruano.

A propósito, mientras un militar de alto rango podría ser condenado a 30 años de cárcel si atentara contra el orden constitucional, el presidente Castillo, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas y Policiales, tiene hoy el inaudito cinismo de estar descendiendo a la misma figura penal y con total impunidad.

Castillo convoca motines en el patio de Palacio de Gobierno y en el interior del país para descalificar, desprestigiar y difamar al Congreso, en tanto su primer ministro no solo amenaza con disolverlo, por las buenas o por las malas, sino que promueve permanentemente una perversa campaña de odio y división de clases entre los peruanos.

En lo que constituye un grave vacío constitucional y legal, se ha establecido una dura sanción judicial para impedir orquestaciones golpistas desde los cuarteles, pero se ha dejado libre un amplio campo de maniobra para que quienes ostentan hoy el máximo poder político y militar pretendan hacer lo que hicieron en su momento Alberto Fujimori y Martín Vizcarra desde Palacio de Gobierno: concentrar todos los poderes en un solo puño.

El artículo 167 de la Constitución reconoce al presidente como jefe supremo de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional y el artículo 169 subraya que estas instituciones están subordinadas al poder constitucional. A la luz de los hechos descritos aquí, la supuesta lealtad de Castillo a esta subordinación es, a todas luces, hipócrita, sospechosa y contradictoria.

El artículo 45 de la misma Carta Política señala expresamente que “el poder del Estado emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen. Ninguna persona, organización, Fuerza Armada, Policía Nacional o sector de la población puede arrogarse el ejercicio de ese poder. Hacerlo constituye rebelión o sedición”.

Si en verdad Castillo y Torres ejercen ese poder, “con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen”, no se comprende en función de qué otro propósito y mandato ambos buscan subvertir el orden constitucional y legal del país mediante el uso autoritario del poder político-militar.

Ni Castillo ni Torres necesitan alzarse concretamente en armas para pretender poner a sus pies todos los controles del Estado. Basta con hacer gala del empleo vertical y déspota del poder político-militar del que disponen para forzar y humillar el principio de la “obediencia debida” de quienes en los cuarteles militares y policiales se sienten servidores del Estado y no del gobierno de turno.

Este tipo de conducta configura claramente un delito de rebelión o sedición, aunque no tenga, en la Constitución, la precisión que hace falta, en el sentido de que, así como impide a un general del ejército propiciar un golpe de estado, so pena de cárcel, deja abierta la posibilidad de que el jefe supremo de las Fuerzas Armadas y Policía Nacional sí pueda urdir, como lo viene haciendo Castillo, un peligroso retorno a las autocracias que hemos vivido con todas sus horrorosas consecuencias.

Tengámoslo claro entonces: considerar que el latente golpismo viene de fuera del poder es ver la paja en el ojo de la oposición y no la viga en el ojo del presidente Castillo, todopoderoso dueño de la fuerza y la violencia, por ahora bajo débiles contrapesos.

Uno de esos contrapesos, como último reducto de la democracia, es el Congreso, a cuya presidencia le corresponde denunciar y si es posible revertir el oscuro proyecto de Castillo y Torres de conducirnos seguramente a la peor tiranía de nuestra historia.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor

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