Estamos terminando el año 2014 y, sin embargo, pocas personas –cuando menos en nuestro medio peruano– han recordado que cien años atrás se inició la primera de las guerras mundiales.
A mayor abundamiento, esa terrible guerra fue, de alguna manera, la predecesora y quizá la causa de la Segunda Gran Guerra. Y no cabe duda de que esas dos guerras marcaron nuestros orígenes próximos. Pero nuestra generación ha vivido en tiempos de paz y eso de las guerras nos parece algo del pasado.
Sin embargo, la guerra surge de improviso y se extiende como un cáncer letal. Podemos estar hoy muy tranquilos, pero quizá –¡espero que no!– nuestros hijos o nuestros nietos tengan que enfrentarse a conflictos devastadores.
Unos meses antes de la Primera Guerra Mundial, el 1 de enero de 1914, ocurrió el famoso baile de máscaras en el Teatro de la Ópera de París, como en cualquier Año Nuevo; y “L’Illustration” de París, la revista más importante de su tiempo, hablaba de la elegante moda. En los números siguientes de esta revista se hizo referencia a algunos encuentros entre personajes europeos de diversos países que eran importantes en su época. Pero en ningún momento las personas pensaban que pronto estarían involucradas en una guerra mundial. Churchill diría más tarde que las primeras semanas del verano de 1914 (básicamente junio) se caracterizaron por una tranquilidad excepcional. Tan cerca del conflicto que se desataría el 28 de julio y todavía nadie se imaginaba una guerra mundial que involucraría a Europa y sus colonias, Estados Unidos e incluso Japón, que en esta ocasión estuvo contra los alemanes.
Y de pronto llegó la tempestad. Rivalidades entre grupos culturales, naciones ligadas entre sí por acuerdos secretos, vanidad nacional y otros aspectos que, comunicados en sordina, eran conocidos solo por los altos mandos de cada país. Todo ello llevó a que un pequeño grupo de terroristas fuera capaz de desencadenar la gran guerra con el asesinato de Francisco Fernando de Austria. En realidad, había muchas cosas detrás de ese asesinato. Pero, a partir de ahí, las alianzas y rivalidades entre los países europeos llevaron a que la corriente eléctrica de la beligerancia, encendida por los terroristas, se extendiera en todas las direcciones. Como en una mesa de billar, dado el primer golpe, todas las bolas se pusieron en movimiento por el choque de unas con otras.
La guerra duró hasta 1918, que no es poco tiempo, y murieron muchas personas. Pero veinte años después teníamos una Segunda Guerra Mundial que sacó de quicio todas las estructuras tradicionales. Recuerdo perfectamente cuando era un niño y mi papá había dispuesto en casa un mapa de Europa donde, con soldaditos de plomo, se marcaban las pérdidas o las victorias de los ejércitos aliados. Como se sabe, la guerra terminó con la terrible explosión de la bomba atómica en dos ciudades japonesas.
No cabe duda de que las guerras estimularon extraordinariamente la ciencia y conllevaron a la invención de aeroplanos mucho más eficientes y con grandes posibilidades de uso civil, así como al descubrimiento de la energía nuclear que puede ser la salvación del mundo en el grave problema del calentamiento global.
Sin embargo, todo eso ha sucedido –todos elementos que forman parte de nuestra cultura actual–, pero nadie les da ya mucha importancia, olvidando que la historia puede ser la trompeta que nos anuncia el peligro.
Es indudable que el ánimo de la controversia se encuentra en el bolsillo de todo ser humano. Pero tenemos que ser no solo agresivos sino también inteligentes: una guerra en las circunstancias actuales, podría significar el fin de la humanidad.
Por ello, es importante que quienes ejercen actualmente el Gobierno (hablo de América Latina, pero también del mundo) deben ser conscientes de que cualquier resbalón en falso nos lleva a una guerra, posiblemente mundial, lo que equivale a decir –en las circunstancias actuales– a un suicidio.
Personalmente, tengo un profundo respeto por las civilizaciones constituidas sobre principios distantes, como las naciones musulmanas. Pero, obviamente, pido también que esas culturas y estados guarden el respeto debido a quienes se rigen por otros criterios ideológicos y religiosos.
1914 fue un año puntual en la historia de la humanidad, que marcó la historia del mundo con una señal muy grave. Ahora tenemos la obligación de establecer una forma de convivir, esto es, la voluntad de lograr un entendimiento más allá de las ideas religiosas. Hagamos todo lo posible por que las controversias mundiales puedan resolverse de manera diplomática y satisfactoria para cristianos y no cristianos, sin que la religión pueda ser un obstáculo para la relación amistosa entre los pueblos. Sin embargo, ante el fanatismo de algunos sectores podríamos repetir la frase de Henri Bergson: la guerra es imposible pero probable.