La pandemia hizo muy familiar en el mundo el concepto de resiliencia: las crisis sanitaria, económica y social nos impactaban de modo extraordinario, pero resistíamos y nos íbamos adecuando a las circunstancias. Ante amenazas, tragedias y traumas, las personas y los sistemas hacemos lo mismo.
Frente al giro autoritario de la política, reconocemos la resiliencia democrática como la capacidad de un sistema social y político democrático para hacer frente, sobrevivir y recuperarse de conflictos que tienen el potencial de llevarlo a una falla sistémica. Algo así como pensar en la cantidad de daño que un sistema puede soportar sin quebrarse. Ser un sistema resiliente depende de nuestra capacidad de absorber el estrés, resolver los desafíos, adaptarnos, reformar de forma parcial o innovar de forma disruptiva para sobreponerse de manera más eficiente y eficaz.
Apostar por el aguante de nuestro sistema para soportar aún más presión parece no ser una opción. Hace poco más de un año, por ejemplo, el sistema –tanto por las capacidades como por las deficiencias de sus actores– evitó la consolidación de un golpe de Estado. ¿Pero somos más democráticos después de eso? No lo somos. Esperar que los embates autoritarios sean absorbidos no exige ningún reconocimiento ni reparación del daño que los han ocasionado ni que ocasionaron. Esconde secretamente el deseo de mantener el sistema que conocemos lo más intacto posible. Aguanto el golpe y sigo. Seguimos.
Pero eso sucede cuando la embestida es ajena. ¿Qué hacemos cuando se trata de los golpes que los nuestros infligen? La resiliencia –en cualquiera de sus versiones– requiere la capacidad de autoevaluarse, autocorregirse, integrar los cambios y aceptar una realidad distinta. Implica flexibilidad y adaptación, esas que no llegan desde la superioridad moral ni intelectual, sino de la rendición ante la complejidad y aceptación de un presente y futuro que no es el que yo quería: que no se parece a ese diseño normativo ideal, a la reforma política integral de la que hablamos, a la oferta política a espejo de nuestras expectativas y mucho menos un sistema que guarde el statu quo. Un blindaje frente a lo que rechazo.
Lo que vivimos, la erosión de la democracia y la generalizada ausencia de respaldo al sistema son síntomas de una sociedad que se rechaza a sí misma. La desconfianza nos atraviesa, y no porque vivamos en una fantasía, sino porque es verdad que nos venimos haciendo daño. Hemos aprendido con razones y ejemplos que estamos amenazados, que no somos percibidos por el otro como iguales y que es probable que nuestros derechos –que van desde que te despojen de un celular, de un voto o hasta de nuestra vida– no sean respetados. Revertirlo requiere tomar medidas concretas que sirvan de razones para volver a confiar. La confianza no es automática, nuestros sesgos cognitivos y sociales sí lo son. Necesitamos transformar dinámicas sociales y organizacionales para crear experiencias y producir información que hagan posible cambiar patrones y reducir las distancias.
Existen múltiples trabajos y teorías que explican que no es posible construir democracias sanas sin encontrar formas para revertir las distancias sociales y geográficas que nos impiden construir cohesión y una vida en común. Pero, para confiar, se necesita conocer. Hoy no tenemos información sobre el Perú ni la vida de las personas en él, porque hemos perdido los canales para recibirla. Sin embargo, cuando logramos recibirla, la medimos y acomodamos hasta lograr integrarla a la realidad que ya hemos decidido. Pero si no es posible, decidimos que es mentira. Y seguimos. Así, entre el aguante y los golpes propios y ajenos, despedimos el 2023. Algunos pensando que nada ha pasado, otros que seguimos resistiendo, mientras que otros ya convencidos de que este sistema ya se ha quebrado.
Al final, la historia siempre tiene un día siguiente para continuar el daño o repararlo. Y así como nuestras resoluciones de Año Nuevo no pueden tratarse de otros, la democracia implica hacer valer ese prefijo ‘auto’ del autogobierno: de la autoevaluación y la autocorrección. Esa que no podemos hacer por los políticos y que ellos tampoco pueden hacer por nosotros.